Ayer resultó ser un día para recordar. Comí bien, muy bien.
Un plato de esos típicos de la tierra. De los que te ponen el colesterol a 500.
Y acompañado de un buen vino, capaz de tumbar a un regimiento si no fuera
porque la comida me hacía resistir.
Lo típico en estas tierras es que me hubiera echado una
buena siesta, ya que, aunque estaba el día nublado, hacía una buena
temperatura. Salí a dar un paseo, pero no me apetecía respirar el aire viciado
de la ciudad. Cogí mi coche y me dirigí a la sierra. La carretera estaba
desierta. Suele ser una carretera con muy poco tráfico y sin guardia civil que
controle la velocidad. Aceleré, bajé los cristales y seguí acelerando. El aire
enredaba mi cabellera. Saqué la cabeza por la ventanilla y respiré
profundamente el olor de los pinos, de los olmos y de los fresnos. Me sentía
bien. Llegué a un valle poblado de robles. La hierba era alta y espesa.
Aparqué, salí del coche y andé hasta cruzar el valle. Por un hueco entre las
nubes se colaban unos rayos de sol. Me desvestí de cintura para arriba y me
revolqué, muy a gusto, sobre la hierba. Me eché una corta siesta hasta que
empezó a oscurecer. Que lástima que las nubes no dejaran ver las estrellas y la
luna. Empezó a levantarse un viento algo fuerte y, tras volverme a vestir, me
fui hacía el coche.
Llegué a la ciudad y aparqué junto a un parque. Me adentré
en él y disfruté del aroma de las acacias, naranjos y otras flores que me
rodeaban. Mi adiestrado olfato me permitía distinguir todos esos olores y
separar los unos de los otros. Es un ejercicio que suelo hacer siempre que me
rodeo de árboles y flores silvestres. Y fue en ese momento, ejercitando mi
olfato, cuando detecté que había otro aroma. Eran mis feromonas. Sentía tanto
placer, que estaba segregando feromonas en gran cantidad. Creí que eso se
merecía un trago de buena cerveza.
Crucé el parque, y en una cervecería que hay al otro lado de
la avenida, me pedí una pinta de una buena cerveza negra. Salí a tomármela a la
terraza para así poder fumar mientras degustaba aquel zumo de cebada. La
terraza estaba vacía, a excepción de una mesa ocupada por tres mozas, debo
decir que bastante majas.
Las niñas esas estaban continuamente riendo y llamando la
atención. Después de dos cigarros y tener mi pinta casi acabada, una de ellas se
acercó a mí y me dijo que le parecía que me gustaba la buena cerveza. Al
decirle que era cierto, me pidió que aceptara su invitación a tomarnos otra.
Aunque no tenía prisa, el viento que se había levantado empezó a serme molesto,
y ya quería irme. A pesar de eso, acepté. ¡Una cerveza siempre sienta bien!. Le
dijo a una de sus compañeras que pidiera cuatro pintas iguales a las que se
habían tomado. Las tres se sentaron en mi mesa, presentándose y tal. Todo eso
que se hace cuando los humanos se conocen. Nos sirvieron una cerveza de abadía,
algo tostada, que no estaba mal.
Mientras nos las tomábamos, ellas sólo reían y hablaban de
la marcha que había en la ciudad preguntándome si yo conocía algún sitio donde
ir. Les dije que no solía frecuentar lugares donde pudiera haber mucha gente,
que solía huir de los bullicios. Y aunque la temperatura había cambiado (ya
hacía fresco), estas niñas parecían que tenían más calor porque iban
destapándose más y más. Cualquiera hubiera pensado que intentaban provocarme.
Mi instinto sabía que era cierto, porque mi olfato, ya hacía rato, había
detectado que esas hembras estaban segregando muchas feromonas.
Pensé que las hembras, aparte de más inteligentes, pueden
ser complicadas y conflictivas, y teniendo en cuenta que eran tres (creo que
sentí miedo), decidí marcharme. Me acabé mi cerveza, y les dije que ya me iba,
que el viento que hacía me resultaba desagradable. Una de ellas se levantó,
apoyó su brazo en mi hombro, y cogiéndome por la nuca, atrajo mi cara hasta la
suya, y me dijo que fuéramos a tomar otra cerveza a su casa, que allí no había
bullicio y que podría disfrutar de otras cosas. Se apartó un poco, se
desabrochó la camisa y pegó mi cara a sus pechos.
Mi instinto de macho, erizó todo mi vello, pero supe
reaccionar ante ello, y le respondí que no quería ser descortés, pero que debía
recoger mi coche y marchar ya a casa. A la pregunta, por parte de alguna de
ellas, de que donde estaba mi coche, les dije que lo había dejado al otro lado
del parque que teníamos enfrente. Entonces, la que me había invitado, con tono
serio, me dijo que si sería lo suficiente caballero para esperarlas, que ellas
debían cruzar también ese parque, y les daba miedo hacerlo solas, porque estaba
demasiado oscuro. Esperé.
Cuando nos adentramos en el parque hacía viento fuerte y se
notaba algo de frío. El camino que debíamos tomar estaba bastante oscuro, salvo
un punto, más o menos a medio trayecto, que, gracias a que el viento había
apartado las nubes, estaba iluminado por la luna. Hacía frío y aceleré el paso.
Dos de ellas se cogieron a mis brazos, para protegerse del frío, según ellas.
La tercera no la veía. Un instante después noté como aquella, desde atrás, me
cogía por la frente y me mordía en el cuello. Intenté apartarme de ellas y me
tiraron al suelo. Me volví para defenderme. Las tres se habían desnudado
completamente. Pude ver sus cuerpos desnudos y sus caras también. Joder, ¿esos
colmillos?. ¡¡¡Eran vampiros!!!. Se abalanzaron sobre mí. Pataleé todo lo que
pude. Forcejeé contra ellas hasta librarme de sus garras. Tenía que llegar a
aquel claro como fuera. Intenté correr entre los matorrales y árboles para
protegerme con ellos, pero aquellos malditos vampiros saltaban más que los
saltamontes. Cuando ya estaba cerca del claro, me hicieron tropezar y saltaron
sobre mí. Otra vez sentí un mordisco. Me arrastré, con ellas encima, hacia el
punto iluminado por la luna. Ellas querían impedírmelo. Todo debía pasar en la
oscuridad. Pude cogerme a una raíz para hacer más fuerza y acercarme más al
claro.
La luz de la luna me dio en la mano. Sentí un alivio. Y
aullé. Más fuerte que nunca, aullé. Ellas se sorprendieron. Aproveché para
saltar a la luz de la luna. Me despojé de mi abrigo y la camisa, y separando
los brazos me bañé de luna llena. Una de ellas saltó sobre mí. Yo también
salté, ya era yo. Y en el choque, el vampiro resultó mordido por mis fauces.
Las fauces de un lobo ya experto en luchar contra vampiros. Aquel vampiro
murió, partido en dos, y se desintegró. Los otros dos, cuando me vieron
dispuesto a atacar, huyeron volando en la negritud de la noche.
Realmente, ayer resultó ser un día para recordar que no debo
olvidar lo difícil que es vivir siendo hombre. Auauauuuuuuuuuuuuuu. Un
lobo-hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario