miércoles, 26 de diciembre de 2012
LOHENGRIN, EL CABALLERO DEL CISNE
Según una leyenda germana que nos llega desde la Edad Medida, en un tiempo muy lejano, en la ciudad de Cleves, la duques Elsa había quedado viuda. Aparte de la inmensa tristeza por la muerte de su marido, la angustia se hizo dueña de ella al ver que, nada más enterrar el cuerpo de su esposo, ya había alguien dispuesto a reclamar el ducado. Y ese no era otro que uno de los vasallos del difunto duque, un sujeto llamado Friedrich de Telramund. Era tan grande su arrogancia y osadía que incluso llegó a pedir en matrimonio a la reciente viuda, alegando que sólo así podría seguir siendo duquesa.
Elsa, la joven y hermosa viuda, rogó a los caballeros del ducado que la ayudaran a derrotar a aquellos que querían usurpar el lugar que había ocupado el ya fallecido duque. Aún así Friedrich de Telramund, lejos de asustarse y seguro de que nadie se atrevería a enfrentarle, retó a todos a medir sus fuerzas de uno en uno en combate.
Llegó el día de la gran prueba y Elsa, vestida de luto y con el alma acongojada pero con porte digno, apareció en la explanada del castillo donde esperaba la multitud y los caballeros blandían sus lanzas y vestían sus brillantes armaduras.
Entonces, el malvado Friedrich de Telramund salió ante los presentes y cogiendo la mano de la viuda, la levantó y desafió a los soldados para que la consiguieran y así obtener el ducado. Sus seguidores rompieron en aplausos y gritos de apoyo, mientras la multitud que observaba el espectáculo se compadecía de la triste suerte de la joven Elsa.
Luego se hizo el silencio. Ningún valiente apareció para el combate cuerpo a cuerpo, por lo que Telramund repitió su demanda una segunda vez. Otra vez el silencio. Telramund, viendo que ninguno de los caballeros osaba adelantarse para enfrentarse contra él, ya estaba convencido de su victoria. Con la seguridad de que así sería pronunció el desafío una tercera y última vez. Elsa esta a punto de desmayarse de puro terror.
Todas la miradas se clavaron en la duquesa, que había empezado a rezar. En el momento en que su colgante en forma de cruz empezó a temblar entre sus manos, una pequeña barca apareció navegando sobre el río. Una extraña y hermosa barcaza arrastrada por un cisne blanco, y en ella un apuesto caballero de brillante armadura reluciente como la plata.
Al llegar a la orilla, el caballero bajó de la barcaza ante la asombrada multitud. Sus ojos eran de un azul brillante y bajo su casco asomaba una larga cabellera rubia. En su mano blandía con firmeza una poderosa espada. Con una simple señal del caballero, el cisne abandonó la orilla y siguió navegando río abajo.
El extranjero avanzó con paso firme entre la muchedumbre hasta llegar a la asamblea. Allí presentó sus respetos a los presentes y luego se acercó a la duquesa, arrodillándose ante ella. Luego, volviéndose hacia Telramund le dijo que aceptaba el reto de enfrentarse contra él para conseguir la mano y el ducado de la joven viuda.
Telramund no podía creer lo que estaba pasando. ¿Cómo podía atreverse un extraño a desafiarle de esa manera?... Como no podía ser de otra manera, comenzó el combate y las espadas de los dos caballeros lanzaban chispas y cortaban el aire.
El extranjero de cabellos rubios repelía todos los golpes de Telramund, cuya fuerza era movida sobre todo por la impotencia que le causaba la habilidad de su contrincante. La lucha parecía durar una eternidad para todos los presentes... Hasta que, de pronto, Telramund se desplomó sobre la arena. La espada del extranjero le había atravesado y herido mortalmente. Finalmente, el traidor murió.
La explanada entera estalló en una algarabía de alegría y júbilo. Elsa, profundamente agradecida y con los ojos inundados en lágrimas, se postró ante Lohengrin-así era el nombre del misterioso caballero-. Amablemente, éste le rogó que se levantara y le pidió matrimonio. Por supuesto Elsa accedió, y lo que había empezado como gratitud terminó convirtiéndose en un amor apasionado por ambas partes.
En el día de su boda, Lohengrin le pidió a Elsa que le hiciera una extraña promesa, una promesa que debía cumplir pasase lo que pasase. Esta era que jamás debía preguntarle su nombre (de hecho, la joven no lo sabía). A Elsa le pareció lo más justo, dado que su futuro marido le había otorgado la libertad, así que aceptó cumplir la promesa.
Pasaron años de felicidad para la pareja y de su relación nacieron tres adorables hijos, que eran la alegría de sus padre y a los que esperaban dar un futuro como valientes caballeros.
Pero he aquí que Elsa empezó a preguntarse por el linaje de su marido. Le entristecía pensar que sus hijos no pudieran llevar jamás su apellido. Un apellido que a lo mejor podría aportarles aún más linaje a la familia. Y aunque ella estaba muy orgullosa de su progenie ese era un tema que le preocupaba cada día más.
El fatídico día llegó y la promesa que jamás tuvo que romper se hizo añicos. Nada más salir la pregunta de sus labios, Lohengrin, con el rostro descompuesto abrazó tiernamente a su esposa, se despidió de ella sin decir palabra y abandonó el castillo.
Mientras Elsa se deshacía entre gritos de desesperación y llantos de dolor, Lohengrin había llegado a orillas del río.
Allí hizo sonar una especie de bocina de plata y apareció la barcaza que le había traído años antes a aquellas tierras. El cisne blanco que la conducía se deslizó suavemente hasta el caballero de ojos azules. Este se subió al bote y pronto desapareció de la vista de todos. Poco tiempo después, Elsa murió de pena.
lunes, 17 de diciembre de 2012
Los Templarios, Tomo I (Mora, Juan de Dios) VI
Capítulo VI
Hados
y lados hacen dichosos y desdichados
A consecuencia
de la desaparición de Elvira, cuya ausencia, aunque momentánea, causó grande
susto y pesar a su anciana madre, ésta recibió al siguiente día una sirvienta para
que las acompañase y evitar que nunca más la gentil doncella saliese sola.
¡De cuán
pequeños principios suelen algunas veces nacer las más grandes catástrofes!
La nueva
criada era una mujer que frisaba en los cincuenta años, de nariz muy pronunciada,
de color cetrino, de ojos negros y penetrantes, de alta estatura y de constitución
huesosa, que revelaba gran fuerza muscular; si bien era cenceña y descarnada.
Una falsa sonrisa animaba casi constantemente sus labios pálidos y delgados, dejando
entrever en su disforme boca unos dientes tan desmedidos como amarillentos.
A pesar de que
un observador experimentado habría podido notar al punto que bajo aquella ruda
organización se encerraba un alma perversa y una astucia infernal, con todo, a
primera vista y a la generalidad de las gentes habría seducido un cierto aire
de candor y de bondad, a que daba una apariencia más devota su traje modesto y
su porte reservado y humilde. Consistía, pues, su atavío en un hábito de
estameña de color pardo con mangas perdidas, a que daban el nombre de monjiles.
Una toca de beatilla, especie de lienzo poco tupido y muy delgado, cubría su
cabeza y daba a su figura el mismo empaque y aspecto de una monja recoleta, si
bien era taimada y murmuradora como una dueña, astuta como una raposa,
narradora de cuentos amorosos y picantes, y dotada, en fin, de todas las aviesas
inclinaciones y sutiles habilidades de la más refinada Celestina. Era avarienta
como un Iscariote y sabía a las mil maravillas encubrir todas sus macandades
con cierto aire morlaco y santurrón.
Quien hubiese
visto a Plácida, este era su nombre, con los ojos bajos y con las manos cruzadas
sobre el pecho, pasando sin cesar las gordas cuentas de su rosario, sin duda
que la habría tenido por la viva personificación de la virtud. Plácida hacía
mucho tiempo que habitaba en la aldea cercana a la villa de Alconetar, en la
provincia de Extremadura, donde tenían varias Encomiendas y heredades los
Templarios.
La mayor parte
del día lo pasaba la dueña en el convento de Nuestra Señora de la Luz , y era muy bien acogida y
agasajada por las monjas, entre las cuales había algunas que le profesaban una
adhesión sin límites.
Por lo demás,
Plácida habitaba sola en una humilde casita, haciendo una vida muy devota y
ejemplar, por lo que era citada entre las sencillas gentes de la aldea como un modelo
de mansedumbre, de caridad y de modestia. Jamás la vil hipocresía se había sabido
engalanar con más discretos disfraces que los que usaba aquella mujer infernal.
La anciana
madre de Elvira, sencilla y bondadosa como lo era, creyó que ninguna persona
podía convenirle tanto para acompañarlas y asistirlas como aquella honrada mujer
que, con su vida edificante, se hacía respetar de todos los vecinos.
Plácida, como
todas las gentes de su jaez, era por extremo callejera y curiosa; así es que
desde que por la mañana muy temprano iba a oír la misa de alba del convento, no
volvía a su casa hasta ya muy entrado el día. Todo este tiempo lo empleaba, ya
en el locutorio con las monjas, contando milagros y anécdotas de todos los santos
y santas de la corte celestial, o ya con las honradas y parlanchinas comadres
de la aldea, comentando a su placer todas las noticias de guerra con los moros,
de casamientos, de riñas y desafíos, entierros y bautismos que se verificaban
en veinte leguas a la redonda.
Por la tarde,
a la hora en que las monjas rezaban vísperas, se volvía otra vez al convento,
en donde permanecía hasta las oraciones; por manera que la mayor parte de su vida
la pasaba en la iglesia, con lo cual su reputación de santa iba cada vez más en
aumento.
Ya hemos oído
decir a Elvira que sólo hacía tres meses que su madre residía en la aldea, en
la antigua casa de los Vargas, que por mucho tiempo había estado deshabitada, siendo
un objeto de terror para todos los habitantes de la comarca, a causa de las
extrañas consejas de duendes, aparecidos y terribles sucesos que se contaban de
aquella maldita vivienda.
Ahora bien;
cuando la anciana y su hija aparecieron de golpe y zumbido en la aldea habitando
en la casa de los Vargas, fue indecible la sorpresa de todos los vecinos,
quienes por lo menos juzgaron que aquellas dos mujeres, es decir, la madre y la
hija, eran sin la menor duda espíritus del Averno, que habían tomado la figura
femenina.
Desde luego se
comprende que noticia de tal importancia no podía tardar en ser escrupulosamente
trasmitida a las venerandas madres del convento. Sucedió, pues, que toda la
comunidad se puso en el estado más violento de alarma al saber que había gentes
tan desalmadas, que se atrevían a vivir en aquella casa maldita. Pero este
asombro subió de punto cuando averiguaron que los nuevos habitantes de la casa
de los Vargas eran dos mujeres, una de las cuales estaba dotada de la más
peregrina hermosura. Entonces fue cuando, tanto las vecinas como las monjas y
la beata, comenzaron a hacerse lenguas y a comentar aquel acontecimiento de mil
maneras diversas y a cual más absurdas.
La buena de
Plácida, no menos curiosa que todas las demás, pero más impaciente que ninguna
por averiguar quiénes fuesen las recién venidas a la aldea, tomó la
determinación de irse en derechura a la casa y ver y hablar por sí misma a las
misteriosas habitantes.
Para llevar a
cabo su propósito se fue, ya anochecido, al sitio donde estaba la efigie de Nuestra
Señora de la Luz
y arrodillose allí con todas las muestras de la devoción más fervorosa.
Cuando la
agraciada Elvira se encaminó, según su devota costumbre, a encender el farol a la Virgen , se encontró allí
con aquella especie de monja profundamente recogida en su oración y como
arrebatada en un extático arrobamiento.
En vano la
doncella la saludó, le dirigió la palabra y la contempló durante algún tiempo,
sorprendida y asustada de aquella inmovilidad cadavérica. Ya la joven comenzaba
a sentir un verdadero espanto y a creer que aquello era una aparición del otro mundo,
cuando la astuta y curiosa dueña comenzó a suspirar y a fingir como si le
hubiese acometido un desmayo.
Al punto
acudió la compasiva Elvira a sostener a la desconocida enferma, la cual se apresuró
a estrecharle la mano en señal de agradecimiento. Pocos minutos después aparentó
Plácida volver en su acuerdo, si bien dando a entender que se hallaba muy débil
y fatigada. La joven le instó para que penetrase en su casa, donde podía tomar
algún alimento para restablecer sus fuerzas perdidas. Plácida aceptó
inmediatamente este ofrecimiento, pues que, como ella de antemano había
imaginado, le proporcionaba la mejor ocasión de entrar en la misteriosa casa y
conocer a fondo a sus habitantes.
Todo le salió
a medida de su deseo, y habiendo Elvira referido a su madre la manera como
había encontrado a la dueña, la compasiva anciana elogió el buen corazón de su amada
hija, a la cual dio orden de que regalase a aquella mujer hasta que algún tanto
se recobrara de su desvanecimiento.
Mientras que
la graciosa Elvira fue a sacar de una alhacena algunas conservas y una copa de
vino generoso, la astuta dueña entabló conversación con la sencilla Fidela, así
se llamaba la madre de Elvira, y fue tal la astucia con que supo insinuarse en
el corazón de la noble señora, que ésta no dejaba de admirar tanta virtud,
unida a tanta discreción y amenidad como desplegaba su ingenio.
Desde aquel
día no pasaba uno sin que Plácida fuese a visitar a sus nuevas conocidas, y
éstas, por su parte, la recibían con agrado, tanto porque la dueña sabía
granjearse con singular destreza las voluntades, cuanto porque doña Fidela y su
hija, no tenían comunicación con nadie en la reducida aldea; y en el sexo
hermoso ya se sabe que el hablar alguna que otra vez de lo que pasa en el mundo
es una necesidad imperiosa e imprescindible, y nosotros nos guardaríamos muy
bien de criticar antes por el contrario, alabaremos tanto como ésta preciosa
cualidad se merece.
Es preciso
confesarlo, a despecho de los hombres, tan orgullosos y engreídos de sus eminentes
cualidades; pero el don de la palabra, dígase lo que se quiera, debe buscarse
en la encantadora mitad del género humano. Y si no, ¿qué hombre, por sesudo y
formal que sea, no da al traste con toda su gravedad cuando ante sus ojos contempla
uno de esos preciosos círculos compuestos de graciosas niñas que, movibles e
inquietas como mariposas, charlan, ríen y cuchichean? ¿Qué elocuente orador no
cede la palabra velis nolis a unos labios tan espeditos como purpúreos? ¿Que
filósofo, aunque sea flemático y abstruso como un alemán, no arrincona al punto
la filosofía como la cosa más inútil en medio del delicioso guirigay de una
reunión de niñas encantadoras? ¿Quién será el temerario que no se dé por
convencido de sus razones melodiosamente articuladas? ¿Cuál será tan descortés
que se atreva a rectificar alguna seductora mentira que se escape a una rosada
y diminuta boca?
Si pues la
elocuencia sirve para convencer y persuadir, y hemos demostrado que ninguno se
atreve a contrariar las palabras de las hermosas, quede asentado, sin contradicción
alguna, que la verdadera oratoria pertenece en toda su extensión a los frescos
labios femeninos; en la inteligencia de que, si no concedemos el charlador privilegio
a nuestras prójimas, ellas se lo tomarán mal que nos pese, y nos regalarán por añadidura
unos de esos preciosos vestidos que sólo ellas saben cortar a la perfección sin
valerse de tijeras.
La garrulísima
Plácida enteró a las buenas religiosas de todo lo que había husmeado acerca de
doña Fidela y su hermosa hija. Es más; a fin de que algunas monjas conocidas suyas
pudiesen a su sabor contemplar a las nuevas vecinas de la aldea, la entremetida
dueña no descansó hasta conseguir llevarlas al convento para hacer una visita a
aquellas monjas que más particularmente eran amigas de Plácida.
Ahora bien; el
lector recordará que la noche en que Elvira había citado a su hermoso amante
para hablar por la reja del jardín, don Guillén fue acometido por dos hombres
que habían estado observando todos sus pasos.
El valeroso
mancebo se defendió con extraordinaria bizarría y bravura de sus agresores, y
como éstos eran gente pagada y más propia para dar el golpe como asesinos que
para lidiar como caballeros, resultó que el combate duró el tiempo suficiente
para poner en alarma a todos los vecinos de la aldea, que acudieron presurosos
al socorro de su señor; pero más particularmente se distinguieron Pedro
Fernández y Álvaro del Olmo.
Este último,
más que otro alguno, se halló pronto para favorecer a su amigo y señor don Guillén
de Lara.
El infeliz
Álvaro, con toda la desgarradora amargura de los celos y con la infalible perspicacia
del amor, había adivinado aquella noche que su amigo era su rival ahora, y había
seguido a lo lejos todos sus pasos desde que don Guillén saliera del castillo.
Álvaro se había ocultalo junto a las tapias del jardín de Elvira, y las
lágrimas se agolparon a sus ojos cuando vio que su amigo se entregaba en el
silencio de la noche a las sabrosas pláticas de amor, precisamente con la misma
joven a quien él tan ciegamente idolatraba.
Fijos los
turbios ojos en el blanco disco de la luna, el desconsolado Álvaro lamentaba su
cruel destino al ver que la amistad le había arrebatado las santas e inefables
delicias del amor.
Súbito oyó
ruido de espadas y voces de enojo y de combate, y al punto comprendió que su
amigo y rival a un mismo tiempo era acometido. Ni un instante vaciló en volar a
su defensa. Don Guillén se avergonzó, en vista de semejante conducta, de los pensamientos
de indiferencia y hasta de aversión que había abrigado hacia Álvaro la noche
antecedente.
Como don
Guillén fue acometido de la manera más brusca y repentina, y a traición por
añadidura, había recibido una herida en la espalda, de la cual manaba abundantemente
la sangre, cuya pérdida por momentos debilitaba sus fuerzas.
Y aunque el
mancebo se había defendido con temeraria bizarría, sin el auxilio de Álvaro es
seguro que no habría podido librarse de la muerte o de caer en manos de sus perseguidores.
Afortunadamente uno de los que primero llegaron fue el halconero Pedro Fernández,
quien hirió mortalmente a un de los asesinos, en tanto que su compañero huyó despavorido
y renegando de su mala fortuna por no haber podido cumplir las órdenes de su
altivo señor.
A haber dejado
a Fernández seguir los impulsos de su ira, de seguro que habría rematado al
enemigo de don Guillén; pero éste, que advirtió su homicida intento, le detuvo
manifestándole que era para él de suma importancia averiguar quiénes fuesen aquellos
hombres, y por orden de quién le habían acometido, supuesto que por su traje revelaban
ser esclavos africanos; en vista de lo cual, era fácil deducir que ellos personalmente
no tenían interés en asesinarle o prenderlo.
Esta
observación detuvo al halconero, el cual se apoderó de su enemigo y lo condujo al
castillo, donde lo puso a buen recaudo.
Con el ardor
de la pelea y la oscuridad de la noche, don Guillén, como suele suceder en
casos tales, no había notado que se hallaba gravemente herido.
Encaminábase,
pues, acompañado de Álvaro, hacia su castillo, cuando de pronto se desmayó en
los brazos de Olmo, a tiempo que el buen Gil Antúnez y el mayordomo de las
monjas acudían, atraídos del rumor de la pendencia.
Precisamente
don Guillén se desmayó a la puerta de la casa del mayordomo, el cual era
sobrino político de Gil Antúnez y cuñado de Álvaro del Olmo, quien tenía dos hermanas,
una de las cuales era esposa del mencionado mayordomo. Este al punto llamó a su
mujer, y por estar más cerca que de ninguna otra parte, entraron en la casa a
don Guillén, para el cual aderezaron el mejor aposento, e inmediatamente
enviaron a llamar a Isaac, que tenía por sobrenombre Estigio Momo, médico
hebreo que, según la usanza de aquellos tiempos, habitaba en el castillo a
sueldo de don Guillén.
Al día siguiente
claro está que en toda la aldea no se hablaba de otra cosa que de la trágica
aventura del señor de Alconetar, y desde luego se comprende que las buenas religiosas
no dejaban de tomarse interés por su joven patrono, al cual la comunidad debía singular
gratitud por sus numerosos e importantes beneficios.
Y aun cuando
el sentimiento dominante de la comunidad era el de la más sincera aflicción,
con todo, no dejaba de existir en algunas monjas el más vivo sentimiento de curiosidad,
particularmente en la madre tornera, que, por la índole de su ministerio, estaba
más en comunicación con el siglo, y se hallaba mucho más expuesta que las demás
religiosas a contraer el defecto de ser por extremo amiga de saber e inquirir
todo lo que en la aldea acontecía.
El lector
podrá juzgar de la exactitud de nuestro aserto en vista y presencia del siguiente
diálogo que, a fuer de fieles y concienzudos narradores, vamos a transcribir
sin que falte un tilde.
-¡Ay Jesús,
hermana Plácida! ¿Qué me cuenta vuesa merced de la tragedia ocurrida esta noche
pasada?
-¿Qué quiere
vuesa merced que le cuente, sino lo que ya todo el mundo sabe?
-¿Y qué sabe
todo el mundo?... ¡Nosotras aquí encerradas!...
-La cosa es
bien sencilla.
-¡A ver! ¿Bien
sencilla decís, cuando ha estado a punto de morir nuestro buen señor?
-No digo que
eso no sea grave; pero lo que yo he querido manifestar es que nada hay de
extraordinario en que un galán que está hablando con su dama sea acometido por
sus enemigos.
-¿Y creéis que
eso está bien hecho? ¡Una joven hablando con un hermoso caballero en las altas
horas de la noche! ¡Ahí es un grano de anís! ¿No veis que eso es abominable? ¡Ay
Jesús! ¡Cómo está el mundo!
-Debéis
advertir que hablaban por una reja y que doña Elvira es tan bella como virtuosa.
-Todo eso está
muy bien, y Dios me libre de pensar lo contrario; pero el caso es que tales
cosas siempre son dignas de reprobación, porque el enemigo malo nunca descansa
y siempre las está urdiendo, y añascando todo lo posible por sembrar
tentaciones y malos pensamientos... Y dos jóvenes de distinto sexo... hablando
a tales horas... Vamos, hermana Plácida, yo digo que el señor Gil Antúnez tiene
muchísima razón cuando dice: «Que entre santa y santo pared de cal y canto».
-Todo eso está
muy bien dicho; pero no es aplicable al caso presente.
-¡Vaya! Quien
quita la ocasión quita el peligro.
-Entonces
sería preciso suprimir los amantes.
-Mejor estaría
el mundo.
-Pero duraría
muy poco.
-¿Sabéis que
os encuentro hoy muy indulgente?
-Es que yo
estoy muy bien informada del suceso.
-Pues vamos,
decid, y no seáis tan reservada.
-Digo que no
hay culpa por parte de los amantes, porque ellos de la manera más inocente y
admitida, estaban hablando por la reja del jardín, y no es justo hacerle un cargo
a doña Elvira porque a dos malhechores se les pusiese en la cabeza acometer a
don Guillén, acaso para robarle.
La madre
tornera, al oír a Plácida hablar en tales términos, dejó escapar una redomada sonrisa.
-¡Malhechores!
-exclamó-. ¿De dónde habéis venido para contarnos eso?
-Os he dicho
la verdad, y fácilmente se comprende que no puede ser otra cosa.
-Parece que la
niña ha tenido la culpa de la tal aventura.
-¡Doña Elvira!
¿Y cómo ni por qué? ¿No veis que eso es un absurdo?
-¡Un absurdo!
Pues yo no veo nada más natural, si es que no me han engañado, porque como la
gente habla tanto en estas ocasiones, y hay tan diversos pareceres... En fin,
su alma en su palma; ya voy yo viendo que ciertas cosas nunca pueden
averiguarse de raíz... Considere vuesa merced que a mí me han dicho que doña
Elvira tenía otro amante, el cual, devorado por los celos, acometió a don
Guillén
-Perdonad,
reverenda madre; pero han sido dos los que han acometido al señor de Lara.
-Sí, ya lo sé,
hermana Plácida; lo sé muy bien todo, tal como ha sucedido.
La dueña creyó
oír en estas palabras una reconvención de falta de exactitud en su relato, lo
cual hirió profundamente su amor propio, supuesto que Plácida tenía siempre la pretensión
de no ceder a nadie en cuanto a la autenticidad de sus noticias; y bajo este concepto
era tan susceptible, que habría sido capaz de disputarle su infalibilidad al
Papa.
Así, pues, la
dueña, al verse de tal modo contrariada por la madre tornera, se mordió los
labios hasta hacerse sangre. Tan profundo fue su despecho.
-Pues si todo
lo sabéis según y conforme sucedió, no acierto a comprender cómo os atrevéis a
decir que un rival ha sido el ofensor de don Guillén... Si es que sabéis
algunas circunstancias más que yo ignoro, hágame vuesa merced la gracia de
referírmelas, -dijo Plácida con cierto retintín.
-Dicen, en
efecto, que dos hombres trataron de asesinar al amante de doña Elvira.
-Ya veis que
más bien merecen el nombre de asesinos o ladrones que el de rivales.
-Es que podían
ser enviados por una tercera persona, que sea el verdadero rival de don Guillén.
-¡De veras!
¡Ah! Puede ser muy bien... ¡No había yo caído en eso!
-Y así
diciendo, la dueña se puso espantosamente pálida y permaneció algunos momentos
profundamente pensativa.
Luego dijo:
-Verdaderamente,
reverenda madre, que voy creyendo que vuesa merced está al cabo y finiquito de
este suceso, con muchos más datos y anotaciones que está vuestra humilde servidora.
La madre
tornera cayó en el lazo que le tendió la astuta Plácida con su delicada adulación.
Queremos decir que, seducida la monja por la vanagloria de saber las particularidades
del suceso más a fondo que la misma Plácida, se dispuso a relatar todo cuanto
sabía, y aun quizás algo de lo que ella inventara sin apercibirse de ello.
-Pues, sí,
señora Plácida, nosotras lo sabemos todito. Dicen que doña Elvira tiene un amante
misterioso, que a la cuenta es persona de mucho valimiento y poderío, y al cual
han visto los vecinos muchas veces oculto entre los setos que están cerca de la
fuente a la salida de la aldea... Y aun se añade que la tal niña atiende
demasiado las amorosas quejas del encubierto galán, quien de continuo parece
que está rondando las tapias del jardín de la casa de los Vargas... En fin,
hermana Plácida, en tales asuntos y en circunstancias tales, las malas lenguas
se aguzan y ensañan tal vez contra los más inocentes... ¡Oh! El enemigo malo
nunca descansa para sacar fruto.
Plácida
escuchaba este relato con una atención creciente y con una ansiedad, que no se habría
ocultado a otros ojos más perspicaces que los de la madre tornera.
-¿Y sabéis
quién sea el misterioso amante de doña Elvira?
La dueña, a
pesar de toda su astucia, no pudo evitar el dar a esta pregunta un acento marcado
de interés y de importancia.
-¡Vaya si lo
sé! -exclamó la tornera haciendo un remilgo.
-Decid, decid.
-Cuidado que
esto es cosa muy reservada.
-Podéis fiaros
de mi discreción.
-Pues bien,
cuento con ella. Se dice que es el rey.
-¡De veras!
-exclamó Plácida respirando, como si su corazón se hubiese descargado de un
enorme peso.
-Sin la menor
duda. El amante de doña Elvira es nada menos que don Sancho IV de Castilla.
La dueña tuvo
que hacer un esfuerzo heroico para no soltar una estrepitosa carcajada. Nadie
mejor que ella sabía quién era el misterioso amante de Elvira.
-¿Y cómo el
rey se encuentra en estos contornos? Había oído decir que se hallaba en Alcalá
de Henares.
-Pues falsa
completamente esa noticia. El rey se encuentra a la sazón habitando cerca de
aquí.
-¿En dónde?
-En la Baylía de los Templarios.
-¿Y estáis
segura de que no os han engañado, madre tornera?
-Segurísima.
Además, que hay pruebas irrecusables de que todo es tal como os lo estoy
diciendo.
-¡Pruebas! ¿Y
cuáles son?
-Una de ellas
es que se ha conseguido aprisionar a uno de los que acometieron a don Guillén,
y según se dice es un esclavo del Temple.
-¡Válgame
Dios! ¡y cómo se descubren las cosas más ocultas!
Plácida quiso
dar a esta exclamación un acento de naturalidad que su semblante desmentía.
Estaba pálida como la muerte.
-Ya veis,
-continuó la tornera-, que esta circunstancia no deja la menor duda de que el rey
y no otro es el amante de Elvira, supuesto que don Sancho habita actualmente en
la Baylía.
-Efectivamente,
madre tornera, veo que estáis muy enterada de todo... Yo no sabía más que lo
que se dice por ahí. ¡Quién había de pensar que el rey de Castilla se había enamorado
de una dama que vive tan oscuramente en esta aldea!
-Pues para mí
es cosa averiguada que los tales amores son muy antiguos, porque así lo indica
el misterio con que viven esas señoras. ¿No opináis lo mismo que yo?
-Desde luego.
La cosa es clara... Pero es lo más particular que doña Fidela se ha mostrado
muy bondadosa para conmigo, y ciertamente que extraño que me haya dicho otra
cosa muy distinta, y que yo, francamente, lo había creído al pie de la letra.
Hasta la misma doña Elvira, con la cual he estado hablando, me ha asegurado que
los que acometieron a don Guillén eran unos ladrones.
-Y ellas ¿qué
han de decir? No hay que fiarse de nadie. ¡El mundo está muy malo!
-Pues yo no
creo que esas damas me engañen.
-Sabe Dios
quiénes serán.
-Sean quienes
fuesen. Yo tengo, para no dudar de ellas, razones muy poderosas.
-¿Y cuáles
son?
-En primer
lugar, que ellas parecen damas de muy alta alcurnia, y no veo que tengan ningún
interés en engañar al señor de Lara; y en segundo lugar, que a mí no me irían a
decir una cosa de que muy pronto yo podré cerciorarme, supuesto que desde hoy
mismo estoy al servicio de doña Fidela.
-Es posible!
-Van cierto
como os lo estoy diciendo.
-Pues
entonces, podréis darnos muy buenas noticias. Además que nosotras también averiguaremos
algo por medio del señor Gil Antúnez, porque así que don Guillén se restablezca
es natural que interrogue a ese prisionero...
-Sin duda
alguna, -interrumpió Plácida bastante azorada.
Luego de
pronto cortó la conversación diciendo:
-¡Ay, madre
tornera! ¡Cuánto me he detenido!
-¡Jesús! Ya es
cerca de mediodía... Vuesa merced tiene una voz, de sirena, que me hace insensible
el trascurso del tiempo. Me estaría con mucho gusto hablando mil años con vuesa
merced; pero mi nueva obligación me llama... ¡Cómo ha de ser! Quédese vuesa merced
con Dios, hasta otra vista.
-Hasta mañana.
¿Sí?
-Si Dios
quiere.
Plácida
desapareció muy preocupada. Seguramente le daba muy mala espina aquello del
interrogatorio del prisionero que había hecho Pedro Fernández.
Como desde
luego se comprende, esta circunstancia podía promover algunas revelaciones
funestas para Plácida, a juzgar por sus muestras de alarma, y turbación.
El precedente
diálogo ha podido poner al lector en los antecedentes de la situación respectiva
de los dos amantes.
Plácida corrió
al castillo para informarse del estado de don Guillén, encargo que le había
hecho Elvira.
El señor de
Alconetar había sido trasladado a su feudal habitación después que Isaac le
hizo la primera cura.
Las hermanas
de Álvaro profesaban a su señor un afecto entrañable y un respeto y adhesión
sin límites. El mayordomo y su esposa no hubieran querido que su señor saliese de
su casa; pero al fin consintieron en que fuese trasladado al castillo, cuando
aseguró el médico que en esta traslación no había ningún grave peligro.
Álvaro del
Olmo, según ya hemos indicado, tenía otra hermana soltera, y por cierto dotada
de maravillosa belleza.
Así como la
tímida violeta oculta sus melancólicos matices y su fragancia suavísima en lo
más apartado del valle, y solamente las brisas murmuradoras y embriagadas de
sus perfumes denuncian a la modesta flor que se esconde sabiamente junto a la
margen del manso arroyuelo, del mismo modo la modesta virgen, cuyo dulcísimo
nombre recordaba la casta pureza de la azucena vivía retirada en la humilde
habitación de su hermana primogénita.
La encantadora
Blanca, tal era su nombre, era muy poco conocida en el reducido ámbito de la
aldea.
Tímida cual la
esbelta cervatilla y ruborizada como la encendida rosa de Mayo, sintió que las
lágrimas se agolpaban a sus ojos cuando vio pálido y ensangrentado al hermoso caballero,
al opulento señor feudal, al amigo y compañero de infancia de su hermano Álvaro.
Blanca, toda
azorada y trémula, preparó las hilas y las vendas para curar al herido.
Durante la
cura, la pudorosa Blanca estaba alumbrando con una lamparilla de plata; y fue
tal la impresión que aquel espectáculo causó en su alma tierna y sensible, que
una mortal palidez se difundió por su bello semblante, las lágrimas corrían de
sus hermosos ojos, la luz cayó de su mano, y la tímida doncella habría caído
desmayada, a no haber acudido a sostenerla los circunstantes.
¿Era que su
timidez virginal no podía sufrir la ingrata impresión de aquella escena cruenta?
¿O tal su emoción habría sido menos enérgica y dolorosa, si se hubiese tratado de
otro que don Guillén? ¿Acaso en el fondo de su corazón amaba la sensible Blanca
al gentil caballero? Más adelante sabremos a qué atenernos respecto a este
incidente.
Plácida, desde
el castillo, se dirigió a su casa, situada a la salida de la aldea.
Apenas penetró
en la humilde vivienda, salió a recibirla un personaje de muy mala catadura, y
que indudablemente había dado una cita a la vieja, la cual, lejos de sorprenderse,
manifestó por el contrario que sabía que era esperada.
-¡Cuanto
siento, señor, haberos hecho aguardar demasiado!
-Hace poco que
he venido; pero vamos al caso: ¿qué se dice por ahí de la aventura de anoche?
-¡Ay, señor!
¡se dicen tantas cosas!
-Pero... ¿ha
sospechado alguien?...
-Oíd, señor, y
juzgad.
Y Plácida
refirió al incógnito la conversación que había tenido con la madre tornera.
-¿Luego
sospechan que Elvira tiene otro amante?
-Sí, señor.
-¿Y sabes si
el esclavo ha muerto?
-Le tienen
prisionero. Según he oído decir, don Guillén impidió a su halconero que diese
muerte al esclavo, a fin de interrogarle acerca de la persona que le había
enviado para que cometiese un asesinato.
El desconocido
palideció espantosamente.
-Es necesario
que ese hombre muera antes de que le interroguen, dijo al fin el misterioso
personaje.
-Me parece,
señor, que eso no es muy fácil.
-¿No pudieras
tú penetrar en la prisión?
-Tal vez.
-¡De veras!
-Haré lo
posible.
-Si tal llegas
a conseguir, te doy mil doblas de oro.
Los ojos de la
vieja centellearon de codicia.
-Os juro que
entraré en la prisión, -dijo.
-Pues
entonces, toma.
Y esto
diciendo, el desconocido entregó a Plácida un pomo de cristal.
-Ese pomo
contiene uno de los venenos más activos, -añadió el misterioso caballero-. Si
puedes penetrar donde se halla el esclavo y regalarle vino o en cualquier
manjar...
-Ya veré yo el
modo de suministrarle una buena dosis.
-Pues cuanto
más pronto, mejor.
-No creo que
todavía corra mucha prisa, porque don Guillén se encuentra en muy mal estado
para hacer interrogatorios, y además el prisionero está muy mal herido.
-Pues bien, a
tu cuidado dejo este negocio; pero a otra cosa. ¿Has entrado ya al servicio de
Fidela?
-Ya sabéis que
anoche dormí por primera vez en su casa.
-Sí; pero yo
había entendido que solamente anoche te quedarías allí, a causa de la indisposición
de doña Fidela.
-Así lo
habíamos convenido; pero hoy nos hemos ajustado, y permaneceré allí de día y de
noche. La hermosa doña Elvira me ha tomado mucho cariño, y se complace sobremanera
con los cuentecillos que le refiero.
-¿Y qué clase
de persona es la esposa de don Rodrigo de Vargas?
-Es una santa
señora. Desde el punto en que la vi por la primera vez, cuando me fingí desmayada,
me convencí hasta la evidencia de que es la mujer más buena que he conocido.
-¿Y crees que
yo podré conseguir mis intentos?
-Antes lo
dudaba; pero desde hoy he mudado de opinión por varias razones.
-¿Pueden
saberse?
-La primera y
principal es que yo me encuentro día y noche a su lado y ejerzo sobre ella
grande ascendiente, y además, señor, me parece que la niña es más alegre y
fogosa de lo que a primera vista puede juzgarse; de modo que no creo imposible
que vos consigáis vuestros deseos.
-¡Ah, Plácida!
yo pondré tesoros a tu disposición, con tal que doña Elvira preste oídos a mis
amorosas quejas. ¿No le has dicho nada todavía?
-Aún no lo he
creído oportuno.
-Pues te ruego
que no dilates el presentarme a ella. He creído conveniente que me precedan
algunos dones. Toma, y entrégale esto a doña Elvira de mi parte.
Y el
desconocido entregó a la vieja unas arracadas de oro finísimo y guarnecidas de piedras
preciosas.
-A fe que
tenéis una manera espléndida de anunciaros, -dijo Plácida, que no pudo resistir
a la tentación de mirar y remirar las magníficas joyas. ¡Qué arracadas tan
buenas! Nunca las vi tales, ni en tamaño ni en hechura... ¡Esto es digno de una
reina!
-Y doña Elvira
es la reina de mi pensamiento.
-Sin duda
debéis de ser un poderoso señor.
-Por lo menos,
tengo mucho oro, muchas piedras de inestimable valor y riquísimas alhajas.
-Si continuáis
haciendo regalos de esta manera, os aseguro que adelantaréis mucho camino.
-¿Cuándo nos
volveremos a ver?
-El domingo,
que viene.
-Convendrá que
nos veamos por la noche.
-A la hora que
os plazca.
El desconocido
entregó una bolsa bien repleta a la vieja, que se apoderó de ella como un gato
de una sardina.
-¡El cielo os
premie vuestra generosidad, noble caballero! -exclamó Plácida con una gozosa
sonrisa que puso de manifiesto sus dientes amarillentos y podridos.
La vieja tomó
dos llaves que había sobre un arcón, entregando una de ellas al caballero, le
dijo:
-Aunque la
casa está en las afueras de la aldea y aquí no pasa nadie, conviene, sin embargo,
que siempre hagamos lo mismo que hoy. Si yo viniese primero, os aguardaré, y del
mismo modo vos tendréis la bondad de esperarme, si por acaso vinieseis antes
que yo; pero es preciso que no os dejéis olvidada la llave, a fin de que no
tengáis necesidad de aguardarme al aire libre, donde, además de estar incómodo,
pudiera veros alguna vecina curiosa.
El caballero
inclinó la cabeza en señal de asentimiento a todo lo que había dicho la gárrula
vieja, y enseguida se despidió diciendo:
-Hasta el
domingo, y cuidado que me traigas buenas noticias.
-Estoy segura
de que así será.
-Que no
olvides tampoco lo del prisionero.
-Descuidad,
señor.
El desconocido
salió de la casa y se encaminó hacia la Encomienda.
Los Templarios, Tomo I (Mora, Juan de Dios) V
Capítulo V
Revelaciones
La centella
que descendió del cielo en el instante mismo en que los tres armigueros trataban
de seguir a su amigo para protegerle, caso que de ello tuviese necesidad,
produjo en los jóvenes una impresión de terror inexplicable.
Todos creyeron
que el cielo mismo se oponía cualquiera investigación que acerca del blanco
fantasma se intentase, y que su curiosidad era castigada por la mano del
Criador, por el formidable poderío de la tempestad desencadenada.
Aquel ser
misterioso condujo a Jimeno por varias y espesas calles de árboles, hasta que
llegaron a uno de los ángulos más retirados del huerto de la Encomienda. Allí
había una puerta planchada de hierro.
El blanco
fantasma hizo una seña a Jimeno de que aguardase.
En seguida
sacó una llave, abrió la puerta, y asiendo fuertemente del brazo al aturdido trovador,
lo arrastró consigo dentro de aquella tenebrosa estancia.
Había allí
multitud de arneses, de armas, de paramentos y, en fin, toda clase de pertrechos
militares conocidos en la época.
Jimeno seguía
al fantasma lleno de terror.
Después que
atravesaron una larga serie de habitaciones, el fantasma se detuvo y abrió una
puerta que estaba en el suelo. En seguida comenzaron a bajar por una estrecha escalera
que conducía al subterráneo, que hemos dicho antes comunicaba con la solitaria torre
donde habitaba el italiano.
Así como el
destino empuja a los mortales por sus tenebrosas vías, del mismo modo el fantasma
arrastraba en pos de sí a Jimeno. Este, resistiéndose con toda su fuerza, se detuvo,
diciendo:
-¿Adónde
queréis conducirme? ¿Qué exigís de mí? Yo no os seguiré más lejos... Os lo digo
formalmente... ¡No pasaré de aquí!
-Justamente mi
pensamiento, era detenernos en este sitio.
-Pues bien,
decid.
-Voy a
hablarte de tus padres.
-¡Ah! ¡Nunca
los he conocido!
-Acaso pronto
los conozcas.
-¡Viven! ¡Oh,
Dios! Decid, decid.
-No me interrumpas,
Jimeno, si bien te exijo que prestes gran atención a lo que voy a revelarte.
-Cuando me
habláis de mis padres, tan llorados de mí como desconocidos, es un deber sagrado
para mí el escucharos.
-Y cuando me
hayas oído, también será un deber tuyo el vengarlos.
-¡Cómo! ¿Han
muerto?
-Te contaré su
historia.
-La misteriosa
figura condujo de la mano a Jimeno a un pequeño altar que había en el subterráneo.
Era una efigie de Nuestra Señora de la Concepción , delante de la cual ardía una lámpara
como una pálida estrella en medio de la noche sombría.
Allí el
fantasma dio comienzo a su narración de esta manera:
-Tu padre era
un caballero perteneciente a una de las más distinguidas familias de España,
tanto por su nobleza cuanto por sus extensos dominios y por los heroicos hechos
de sus ascendientes. Después de haber combatido contra los moros de Andalucía,
donde ganó reputación de valiente guerrero y diestro caudillo, contrajo
matrimonio con una hermosísima dama, cuyo amor se había esforzado en merecer
por sus hazañosos hechos. Ella, orgullosa y feliz por el mérito y la gloria de
su amante, pronunció con religioso arrebato el sagrado juramento de su eterno
amor...
El misterioso
personaje exhaló un profundo suspiro y pareció como oprimido por dolorosos
recuerdos.
Luego
continuó:
-Tu padre fue
muy querido y honrado por el rey don Alfonso el Sabio, el cual no solamente
estimaba sus dotes de guerrero, sino también sus conocimientos en astronomía, y
ayudó mucho al rey en la composición de las famosas tablas Alfonsinas...
-¿Y el nombre
de mi padre? -preguntó Jimeno.
-Se llamaba
don Gonzalo Pérez Sarmiento. Ahora bien; éste, a diferencia del rey, no tenía
fe en la astrología judiciaria, y se chanceaba con don Alfonso acerca de
ciertos pronósticos fatales que decían se notaban en el horóscopo de tu padre.
¡Ay! ¡Cuánto la experiencia acreditó después que el rey don Alfonso con harta
razón merecía el título de sabio! «Gonzalo, -decía el monarca-, has nacido bajo
la influencia de Mercurio y de Júpiter, planetas que te prometen la elocuencia
y la fortuna; pero en cambio Marte es funesto para ti en los castillos y en las
plazas. Al aire libre serás un guerrero afortunado; pero en el recinto de una
muralla perderás siempre. También la luna te es maléfica, y la inconstancia de
la suerte algún día te hará sentir sus tiros».
Jimeno
escuchaba este razonamiento con la expresión del más profundo estupor.
-Nada era más
cierto, -continuó la blanca figura-, nada más cierto que las palabras del rey
sabio, del Salomón de nuestra España. Tu padre efectivamente se hallaba dotado
de un candor de niño, de una sencillez de paloma, de una buena fe a toda
prueba. Ningún hombre más inútil que don Gonzalo para el disimulo, para las
intrigas palaciegas, para los negocios difíciles, tortuosos, subterráneos. Su
generosa naturaleza rechazaba la vulgaridad y la hipocresía. Como el águila,
miraba al sol frente a frente; como el geómetra, creía siempre que para llegar
a un punto, el camino más pronto y seguro
era la línea recta. En cambio, ningún paladín peleaba en el campo con más
bravura, ningún sabio hablaba con más claridad, ningún corazón se entregaba con
más entusiasmo a todo sentimiento noble y grande. Don Gonzalo tenía una sed
insaciable de luz, de verdad, de franqueza. El rey don Alfonso era de mucha más
edad que tu padre, por cuya razón éste tributaba a sus años el más profundo
respeto, a más de la veneración que le inspiraban la soberanía, la ciencia y el
carácter de don Alfonso, quien había manifestado a su joven amigo que, según
las investigaciones astrológicas, sus desgracias deberían empezar desde la edad
de treinta y cinco años en adelante. Don Gonzalo se reía, pero jamás predicción
alguna se cumplió con más exactitud.
-¿Qué funesto
augurio deja de cumplirse? -murmuró Jimeno.
-Tu padre
tenía un íntimo amigo que era el reverso de la medalla la antítesis más completa
de don Gonzalo, y acaso por esta misma razón eran amigos, pues la amistad necesita
simpatías y contrastes. Tanto como el uno era alegre, elocuente y expansivo,
era el otro triste, taciturno y reservado. Todo en don Gonzalo era confianza y
generoso abandono, cortés franqueza y valor caballeresco. En su amigo, todo era
suspicacia, frialdad y previsión. El amigo de tu padre cifraba toda la ciencia
humana en que ningún acontecimiento le causara sorpresa. Esta era su verdadera
manía. Todo quería preverlo, todo pretendía adivinarlo; quería que su
inteligencia fuese el compás de los acontecimientos; deseaba medir, pesar,
detener o alejar a su gusto la engañosa perspectiva del porvenir. Aun cuando
aquel hombre ostentaba mucha sangre fría y gran serenidad de juicio, no por eso
dejaban de albergarse en su corazón todas las pasiones y todos los vicios.
Había en aquel hombre una vitalidad tan extraordinaria como funesta. Todas sus
fuerzas, todas sus facultades, toda su vida la encaminaba al mal. El desdeñoso desprecio
que guardaba para todos los hombres era fácil de leer en sus largas y pobladas cejas,
constantemente fruncidas. La hidrópica sed de oro devoraba su corazón como el fuego
devora, las secas mieses en el estío. El sol de su inteligencia se agitaba frecuentemente
en una atmósfera de inmundos pensamientos de deleites, que le ofuscaban y
envolvían en una nube de impureza. La hoguera de la ira y del rencor ardía continuamente
en su pecho vengativo. La embriaguez y la glotonería eran los ídolos que adoraba
en secreto. El gozo y la sonrisa de los demás causaban en él tristeza y llanto.
Aquel hombre era un nido de víboras cubierto de azucenas y jazmines. La vil y
astuta hipocresía le había dado sus más inocentes apariencias, y bajo su manto
de cándido armiño encubría todos los gusanos, todas las podredumbres, todas las
ponzoñas de la maldad humana. Cocodrilo con llanto de niño, sirena con voz de
mujer, tigre con piel de cordero, Matías Rafael Castiglione reunía a sus
instintos maléficos la bravura del león y la prudencia de la serpiente. Era el
genio del mal en toda su diabólica extensión.
-¡Y ese hombre
era el amigo de mi padre! -exclamó Jimeno sin poder contenerse.
-Sí, ese
infame calabrés supo engañar a don Gonzalo, que le amaba con todo su corazón.
Después de algunos años recibió una herida que le hizo perder el ojo izquierdo
y que añadió la más repugnante deformidad a su rostro, de suyo fiero y ceñido.
Desde entonces parece que se aumentaron sus malas inclinaciones. ¡Cuán cierto
es que muchas veces un defecto personal influye poderosamente en el interior
del hombre!
-Decid, decid,
estoy impaciente por saber la conducta de Castiglione para con mi padre.
-Don Gonzalo
Pérez Sarmiento se fió siempre del odioso Templario, al cual daba entrada en su
casa con la franqueza propia de un amigo. La madre estaba dotada, como ya te he
dicho, de singular hermosura, y el pérfido italiano concibió por ella la pasión
más desenfrenada. Doña Beatriz de Vargas, que así se llamaba tu madre, se
apercibió, por último, de las inicuas miras de Castiglione, quien tuvo el
atrevimiento de declararle su impuro amor. Doña Beatriz rechazó con indignación
al falso amigo de su esposo. ¡Matías, arrepentido de su imprudencia, fingió
haber hecho aquella declaración tan solamente por probar de qué modo era
recibido. Aunque esta explicación fuese tan poco diestra, sin embargo, tal fue
la naturalidad e ingenio que desplegó Castiglione, que al fin la sencilla dama
acabó por darle crédito. Temiendo que la esposa de su amigo hablase a éste de
tan espinoso asunto, resolvió participarle él mismo aquel paso que había dado,
lo cual hizo en tono jovial y chanceándose con don Gonzalo, haciéndole creer
que había tratado de divertirse, observando el efecto que aquella declaración
hacía en su esposa.
-Parece
increíble que mi padre tomase con indiferencia semejantes chanzas.
-Si en su
interior sentía otra cosa, no lo manifestó al menos. Lo cierto del caso fue que
ambos esposos continuaron dispensando la misma confianza a Castiglione, el cual
cada día parecía más digno de ella, según se manifestaba tierno, obsequioso y
comedido para con don Gonzalo y su esposa. En resolución, andando el tiempo, tu
padre no podía soportar la ausencia del Templario, a quien las ocupaciones y el
servicio de su orden distraían muchas veces de asistir con frecuencia a casa de
don Gonzalo. Éste se lamentaba del disgusto que la causaba tal separación, y,
por lo tanto, resolvió tomar las medidas oportunas para vivir con su amigo en
la mayor intimidad posible y gozar de su compañía continuamente.
-¡Padre mío!
¡Corazón generoso y confiado!... Yo te reconozco por mi padre... ¿Qué importa
que faltara la astucia, si te sobraba la virtud?
-¡Infeliz don
Gonzalo! -exclamó con acento dolorido el misterioso personaje-. Como la
serpiente fascina al pajarillo que destina para su alimento, así el pérfido
amigo fascinaba a tu padre, a quien trataba de deshonrar.
-¿Y consiguió
su objeto?
-¡Ay! ¿Qué
pensamiento criminal deja de convertirse en crimen? ¿Qué idea maléfica no se
convierte en hecho? Parece que el soplo del infierno fecundiza en el cerebro humano
todo mal pensamiento. Hay un no se qué de inexorable en las malas tentaciones, que
rara vez dejan de ser obras. Todo contribuye en este mísero mundo a que el mal
se practique, y en cambio todo parece contribuir a que el bien encuentre
insuperables obstáculos. ¡Cuán fácil y dispuesta es la naturaleza humana para
obrar mal! ¡Cuánto esfuerzo heroico necesita para practicar el bien! Por eso es
tan estrecha la senda de la virtud; por eso es tan ancho el camino del crimen.
-¡Verdad tan
dolorosa como necesaria! -murmuró Jimeno profundamente pensativo.
-Ya sabes que
es costumbre entre los Templarios que admitan en sus conventos a algunos
caballeros casados, los cuales vivan honestamente y poniendo a disposición del común
de la orden los bienes que posean y en adelante adquieran ambos cónyuges, dejando
el esposo por su fallecimiento la mitad de su hacienda a la viuda para que subsista
hasta su muerte, en cuyo caso los Templarios entran posesión de esta otra parte
de los bienes.
-Eso
generalmente lo verifican los esposos que tienen hijos.
-Sí; pero en
aquella época tus padres aún no habían tenido sucesión. Así, pues, don Gonzalo
entró en la Encomienda ,
y pasaba sus días siempre acompañado de su pérfido amigo. Pero muchas veces
tenían que separarse para ir a desempeñar las comisiones que les encargaba el
maestre o para salir a la guerra continua con los moros. El villano Castiglione
aprovechaba todos los momentos que podía para visitar a la esposa de don Gonzalo,
con la cual, no obstante, guardaba las más atentas consideraciones. Precisamente
pocos días después que don Gonzalo entrara en la casa de los Templarios, conoció
su esposa que se hallaba en cinta, circunstancia que no dejó de mortificar a tu
padre, si bien acerca de este sentimiento guardó para con su amigo la más
absoluta reserva, lamentando en secreto su determinación, que ahora calificaba
de precipitada. Poco tiempo después doña Beatriz de Vargas dio a luz un hermoso
niño... ¡Aquel niño eras tú!
-¿Pues
entonces cómo?...
Jimeno se
detuvo sonrojado.
-Te comprendo,
-dijo el fantasma-, te comprendo. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuán desgraciado has sido
desde que naciste!
El misterioso
personaje clavó en el trovador una mirada de infinita ternura.
Después de
algunos momentos continuó:
-Castiglione,
como ya te he indicado, es el hombre no solamente más malvado, sino también el
más astuto que existe sobre la tierra. Ese calabrés en todo es extraordinario.
Es incapaz de amor y de amistad, porque su alma sólo se nutre de odio y de
venganza. Su corazón es frío como una losa para los afectos íntimos, dulces y
tiernos. Creería una debilidad enamorarse como el resto de los hombres. En
cambio abriga en su pecho todos los frenéticos furores de la impureza, y por
otra parte, su orgullo es tan poderoso, tan inmenso, tan satánico, que perdería
mil vidas que tuviese antes que renunciar a la realización de cualquier
proyecto en que su amor propio se hubiese interesado. Él no amaba de doña
Beatriz sino la hermosura exterior; todas sus cualidades íntimas, todas sus virtudes,
eran para él objeto de mofa. Había resuelto deshonrar a su amigo, y las mismas
furias del infierno parece que le iluminaron con sus sanguinarias teas. Una
sola afección, un solo deseo, un afán exclusivo y enérgico, es el móvil más
poderoso de todas las acciones de Castiglione, es a saber: la ambición de
ocupar altos puestos en la Orden
y de que ésta sea por todos temida y acatada. Nunca se mueve su voluntad con
más energía y gozo que cuando se trata del esplendor y poderío de los
Templarios. Estos son sus deseos más vehementes, sus sueños dorados, sus únicos
amores. Castiglione ha proporcionado a su Orden las más cuantiosas herencias, y
la que ahora trataba de adquirir no era de las menos importantes. Don Gonzalo
Pérez Sarmiento poseía dilatadísimos dominios, y el italiano se había propuesto
adquirirlos para su Orden, sin renunciar por eso a su propósito de gozar de la
belleza de doña Beatriz de Vargas. Para conseguir su doble intento meditó el
medio más inicuo.
-¿Qué hizo?
-Fue a buscar
a don Gonzalo con el semblante demudado y triste, diciéndole después de mil
rodeos: «Amigo mío, muy malas nuevas tengo que darte: una sospecha que hace mucho
tiempo había brotado en mi corazón se ha confirmado hoy. Prepárate, querido Gonzalo,
prepárate a recibir el golpe más doloroso que la suerte cruel pudiera
asestarte... Tu esposa es infiel, el fruto de su crimen lo lleva en sus
entrañas».
-¡Ruin amigo!
Aun cuando sean ciertas, esas cosas no se dicen.
-Son muy
diversas las opiniones del mundo. Aturdido tu buen padre con semejante revelación,
cayó como herido de un rayo en los brazos de Castiglione. Desgraciadamente este
mismo pensamiento de infidelidad en su esposa se le había ocurrido también a
don Gonzalo; pero éste había sepultado en el más negro abismo de su conciencia
semejante pensamiento, habiendo conseguido ocultarlo aun a los propios ojos de
sus mismas sospechas.
-¿Y quién
había podido infundirselas, siendo mi madre tan virtuosa como decís?
-¡Ay, hijo
mío! Así como algunas veces suelen soplar vientos mortíferos que llevan la peste
y la desolación por todas partes donde pasan, sin que se sepa de qué punto desconocido
del globo salen los ponzoñosos miasmas, así también pensamientos crueles y
desgarradores suelen levantarse en el alma humana, sin que ninguna causa
palpable haya pedido sugerirlos, a no ser el invisible soplo del infierno...
Acaso tu padre miraba con extrañeza una cosa que, sin embargo, era muy natural.
¿Quién sabe? Esto no pasa de ser una suposición mía...
-¿El qué?
Decid, decid.
El fantasma,
después de algunos momentos en que pareció coordinar sus ideas y recuerdos,
continuó:
-Acaso don
Gonzalo se sorprendió de que después de seis años de matrimonio, su esposa
estuviese próxima a darle un hijo precisamente en la época en que doña Beatriz
se había quedado más libre en su casa, adonde rara vez iba a visitarla tu
padre. Además, el corazón humano tiene tantas propensiones a la duda, a las
sospechas, a la desconfianza... ¿Qué amante, por feliz que se considere, no ha
dudado en algún momento del cariño de su amada? ¿Quién, por joven e inocente
que sea, no ha derramado una lágrima, no ha abrigado una duda, no se ha visto
devorado por las sospechas, esos buitres carniceros que desgarran sin compasión
las fibras más íntimas y delicadas del corazón humano? ¡Amor puro! ¡Amor
infinito! ¡Voluntad sin hastío! ¡Cariño sin temor de mudanza! ¡Ah! No eres más
que un bello ensueño sobre la tierra, que cuando más extiende su mágico poder a
revelarnos como al través de una dorada niebla la luz brillante de otro mundo
mejor... ¡Ternura ideal! El hombre puede comprenderte, puede desearte; pero
¡ay! no te puede encontrar. Es un pensamiento, pero nunca una realidad... sobre
la tierra.
El misterioso
personaje exhaló un profundísimo suspiro, en tanto que el joven trovador le
contemplaba, inundados los ojos en lágrimas y palpitante el pecho, como si su espíritu
gigante se afligiese de que el incógnito hubiese pintado al mundo ideal como irrealizable,
ese mundo de divinas aspiraciones que el trovador lleva siempre consigo en su
mente y en su pecho, y que es la única verdad, la realidad por excelencia.
Jimeno, sin embargo, conocía, a pesar suyo, que mediaba un tránsito inmenso, un
abismo insondable, una limitación dolorosa desde el cielo de las ideas hasta
las mezquinas realidades de la tierra.
Muchas veces
el trovador en sus endechas había dejado escapar esa ansiedad sublime, esa
tristeza majestuosa del genio que, fijos los ojos en las estrellas, busca allí
su verdadera patria. El alma del poeta es una sed insaciable. Tan sólo el
océano de lo infinito puede satisfacerla.
-Ahora bien,
-continuó el desconocido-; Castiglione volvió a despertar las sospechas que ya
dormían en el corazón de tu padre, al modo que se levantan de entre la hierba
las venenosas serpientes que oyen aproximarse al campesino. Después de los
primeros momentos de turbación y amargura, siguieron naturalmente los raptos de
furor y el deseo de venganza. El feroz italiano experimentaba un gozo infernal
al ver que había atraído a don Gonzalo al punto que él deseaba y le convenía
para sus inicuos planes...
-Pero
¿efectivamente era infiel doña Beatriz? preguntó Jimeno muy conmovido.
-Aquella noche
salieron de la Encomienda
recatadamente dos hombres y se encaminaron al pueblo donde habitaba doña
Beatriz de Vargas, y estuvieron rondando la casa y los balcones de la
habitación en que dormía la dama. Pocos momentos después de que los dos amigos
se hallaran en observación, vieron abrirse la puerta y aparecer un hombre, el
cual ató una escala al barandal de piedra del balcón y se deslizó con gran cautela.
Al poner el pie en la solitaria calle, un puñal dirigido por un brazo de bronce
se clavó en el pecho del adúltero...
-¡Oh Dios! ¿Es
posible? ¡Mi madre criminal!... ¡Desgraciada!
-En seguida
don Gonzalo, furioso como un león herido, subió por la escala, se precipitó en
el aposento de su esposa, descorrió las cortinas del lecho y la encontró durmiendo
tranquilamente. Indignado de ver aquel reposo del crimen, el ofendido caballero
se lanzó furioso a la dama para clavar su puñal en aquel hermoso y pérfido seno.
Castiglione al mismo tiempo acababa también de subir por la escala, después de haber
desfigurado con mil heridas transversales el rostro del adúltero asesinado por
don Gonzalo. En seguida el Templario arrojó el cadáver al profundo cauce de un
arroyo que por allí pasaba cercano. En el momento en que el esposo asestaba a
doña Beatriz una furiosa puñalada, apareció Castiglione deteniendo a su amigo y
ostentándose a los ojos de la dama como su libertador.
-¡Infame
hipócrita! -exclamó Jimeno.
-Pero
temiendo, o aparentando temer los arrebatos de don Gonzalo, Castiglione mandó a
tres esclavos suyos que apartasen a la dama de la vista del caballero, que, fatigado
de tan crueles emociones, se arrojó llorando en los brazos de su fiel amigo Castiglione.
-¡Qué
fascinación tan funesta!... Mi padre infeliz estrechaba entre sus brazos a la serpiente
que le mordía. ¡Maldito calabrés! ¡Maldito! -repetía sin cesar el trovador apretando
los puños.
-Los
servidores del italiano, que ya tenían sus instrucciones secretas, condujeron a
doña Beatriz a la solitaria torre en que ahora habita...
El misterioso
personaje guardó silencio y parecía como absorto en sus pensamientos.
-¡Oh
Dios!-exclamó al fin-. ¡Qué recuerdos! ¡Cómo vuelan los años!...
Jimeno se
aventuró a preguntar:
-¿Y cuál fue
la suerte de mi madre en la torre?
El fantasma se
pasó la mano por la frente como para arrancarse sus recuerdos.
Y recobrando
el sentimiento de la realidad y clavando en Jimeno una mirada cariñosa, respondió:
-Algunos días
después del encierro de doña Beatriz naciste tú, desdichado trovador, y fuiste
expuesto a la clemencia de los transeúntes en un árbol del camino, poco
distante de la Encomienda.
¡Y gracias que no cebaron los hombres su furor en ti, criatura inocente!... Castiglione
mandó a su esclavo de más confianza que te arrojase desde lo alto de una roca...
-¡Rayos del
cielo!
-El cielo
mismo parece que se empeñó en salvarte. El esclavo no quiso cumplir las órdenes
de su señor, y te abandonó, como ya te he dicho, a la Providencia divina.
-¡Oh Dios del
cielo y de la tierra! ¡Cuán grande es tu poder!
-Andando el
tiempo, tu madre supo tu paradero, y desde entonces nunca ha faltado una
persona amiga que ha velado por ti y que desde lejos, y sin que tú te apercibas
de ello, ha seguido todos tus pasos.
-¡Conque
Castiglione puede decirse que es mi asesino!
-Y el de tus
padres.
-¡Ira de Dios!
¿Y quién había de pensarlo? ¡Siempre me ha tratado con un cariño particular!
-Yo también me
he apercibido de esa circunstancia. ¡Oh vías misteriosas del destino! Lo que
llaman la fuerza de las cosas y de los acontecimientos, la mano de Dios, te ha conducido
al lado de tu mayor enemigo del verdugo de toda tu familia; del verdugo que no
te conoce y para el cual se acerca la hora de la expiación, norte del mundo
moral.
-Pero decidme,
¿qué fue de mi madre? ¿Vive? ¡Tened piedad de mi febril impaciencia!
-¡Ay, hijo
mío! Castiglione llevó a cabo su doble pensamiento con una exactitud y una fortuna
maravillosas... En aquel tiempo se trataba de la elección del nuevo maestre de
los Templarios en Castilla, a consecuencia de haber muerto repentinamente don
Gómez García, y al cual sin duda alguna envenenó Castiglione, quien, además de
su destreza y de su instinto de intriga, poseía en alto grado la habilidad de
falsificar o imitar todas las letras que veía. Así, pues, con el objeto de
perder a su amigo fingió unas cartas escritas por don Gonzalo, de las cuales se
deducía que éste había sido el autor de la muerte de don Gómez.
-¡Dios mío!
¡Ese hombre es un demonio! ¡Jamás el crimen se ha ostentado con tanta osadía y
bajo tantas diversas formas en una criatura!
-Oye hasta el
fin y juzgarás. Castiglione hizo que las susodichas cartas llegasen por un medio
indirecto a manos de los amigos y deudos del difunto maestre, de lo cual
resultó que, celebrado capítulo, la
Orden condenó a muerte al inocente don Gonzalo.
-¡Qué horror!
-Entonces fue
cuando más que nunca se puso de manifiesto la infernal astucia del italiano.
Después de la sentencia, por él mismo provocada, se declaró protector de su amigo,
consiguiendo, por su influencia entre los principales caballeros de la Orden , que dejasen a don
Gonzalo a merced de Castiglione, en consideración a la amistad que le había
antes ligado con el traidor y asesino.
-¡Jamás
hubiera creído que una Orden tan poderosa como la del Templo hubiese usado de
tanto rigor con un tan noble caballero! ¡Entregarlo a su más encarnizado enemigo!
-En efecto,
más rigor fue entregarlo a Castiglione que al verdugo para que lo degollase;
pero la Orden
tenía muchas razones para proceder con severidad extremada.
-¡Razones!
-Razones de
interés propio, hijo mío, que son las leyes supremas para casi todos los hombres.
El italiano había hecho también conocer a sus correligionarios que Pérez Sarmiento,
pesaroso de haberse adherido y hermanado con los Templarios, según su regla,
trataba ahora de anular sus compromisos y de retirar la cuantiosa hacienda que
por este medio debería adquirir la Orden. Ahora bien; el italiano prometió que el
Templo, no sólo adquiriría la hacienda de don Gonzalo, sino también la parte
correspondiente a doña Beatriz, todo lo cual se verificaría sin pérdida de
tiempo, es decir, sin aguardar el fallecimiento de la esposa de don Gonzalo.
-¿Y cuál era
el proyecto de Castiglione al declararse así el protector de mis padres?
-¡Escucha y
admírate! A don Gonzalo le hizo creer que su esposa había muerto, mientras que
la infeliz gemía encerrada a disposición de ese monstruo, afrenta del género humano.
Una tarde se presentó a doña Beatriz con el semblante dolorido; y habiéndole manifestado
la terrible sentencia de la
Orden , a consecuencia del crimen de su esposo y los buenos
oficios que les había prestado, la triste dama acabó por darle entero crédito y
por no dudar ni por un instante que su mejor amigo era Castiglione. Cuando éste
consiguió que todos los bienes de don Gonzalo Pérez Sarmiento y su esposa perteneciesen
a la Orden de
los Templarios, entonces fue cuando naturalmente pensó en llevar a cabo la
segunda parte de su proyecto inicuo. Pintando a tu padre con los más negros
colores, recordó a doña Beatriz la injusticia y atrocidad de su esposo la noche
en que trató de asesinarla, lo cual, -dijo-, «habría verificado, si yo no me
hubiese interpuesto».
-¿Y lo creyó
mi madre?
-La infeliz
señora no podía menos de reconocer la verdad de las palabras de Castiglione y
se afligía amargamente de la cruel ofensa que le había hecho su esposo, dudando
de su virtud. Por bondadosa que fuese la dama, vivamente resentida como lo estaba
por esta conducta, dejó escapar algunas quejas muy justas contra don Gonzalo. Castiglione
entonces aprovechó aquella disposición de ánimo para infundir a tu madre despegó
y aversión hacia su esposo.
-¡Oh
fatalidad! Las apariencias estaban en contra de mi infeliz padre, en cuanto al envenenamiento
del maestre.
-La triste
doña Beatriz no pudo menos de manifestar respeto y ternura hacia don Gonzalo, a
quien tan ardientemente amaba, por más que a sus ojos se hubiese cambiado de la
manera más dolorosa. Irritado el vil Castiglione del inextinguible afecto que
doña Beatriz profesaba a su engañado amigo, le hizo una proposición que tu
madre rechazó indignada; pero el italiano comprendió cuánto la ternura y el
ruego pueden sobre el ánimo de la mujer, que cede frecuentemente a las
lágrimas, y que suele salir victoriosa de las amenazas y de los puñales.
Castiglione, pues, con su diabólica astucia afectó el más amoroso rendimiento,
y recurrió para triunfar, no a la violencia, sino que invocó los crueles
padecimientos, las ansiedades, las amarguras, los celos que había sufrido por
el amor ardiente que le había inspirado doña Beatriz... ¿Qué no hará una dama
cuando llega a creer que verdaderamente es idolatrada? La mujer, aun cuando no
ame, nunca quiere ceder su hermosura sino al amor. ¡Ah! Muy hermoso es el amar,
pero no es menos grato el pensar que uno es amado... En resolución, después de algunos
meses, doña Beatriz, conmovida por la enérgica pasión de Castiglione, se mostró
propicia a sus deseos...
El trovador
exhaló un profundo suspiro al saber la debilidad de su madre, a quien nunca
había conocido, pero a la cual no por eso amaba menos.
La blanca
figura contemplaba en silencio el hermoso semblante del poeta, en cuyas facciones
movibles y expresivas se reflejaban todos sus nobles sentimientos con la misma transparencia
que se ven las aljofaradas arenas en el fondo de un cristalino arroyuelo.
Sin duda
alguna, al leer en aquel corazón tan tierno y tan noble, el incógnito experimentaba
un sentimiento de gozo y de cariño hacia el trovador. Éste exclamó después de
algunos minutos de silencio:
-¡Madre mía!
¡Cuán frágil es el corazón humano!... ¿Conque ella fue dos veces criminal?
-No, hijo mío,
sólo fue débil para Castiglione.
-¿Pues no
decís que mi padre dio muerte a su ofensor, que bajaba por una escala del aposento
de su esposa? ¿Quién era aquel hombre? ¡Cuánto siento que mi padre tuviese razón
para estar quejoso de la que me dio el ser!
-¡Ay, Jimeno!
Aquella terrible noche todavía tu madre era inocente y pura como la luz del
sol.
-¡Cómo! ¿Es
posible?
-Como te lo
estoy diciendo. El desgraciado que murió bajo el celoso puñal de tu padre,
nunca le había ofendido. Era un esclavo de Castiglione, al cual éste había
seducido diciéndole que convenía para ciertos proyectos suyos, que se ocultase
en el aposento de doña Beatriz, y que aquella noche, cuando dieran las doce, se
dejase caer por una escala que el mismo Castiglione le había entregado, después
de ofrecerle por este servicio una enorme suma. Con la esperanza de tan rico
premio, el rudo servidor se prestó gustoso a una intriga de la cual estaba muy
lejos de sospechar que había de ser la víctima. Doña Beatriz ignoraba que aquel
hombre estuviese en su aposento, y tranquila y sin recelos se había recogido en
su lecho, entregándose con confianza al sosegado sueño de la virtud. Pero a la
manera que el navegante, después de contemplar el cielo azul y serena la mar, se
entrega al descanso sin temer los embates de la tempestad desencadenada que interrumpe
su sueño, del mismo modo la triste doña Beatriz, al despertarse, encontró a su esposo
con el sangriento puñal en la mano, que la amenazaba de muerte llamándola adúltera,
y que sin duda la habría asesinado en sus raptos de furor, a no haberse interpuesto
el pérfido Castiglione...
-¡Maldad
inaudita! -exclamó fuera de sí el joven armiguero-. ¡Oh! ¿Quién había de creer
que tan negra era capaz de ocultar las acciones de gran hipocresía era capaz de
ocultar las acciones de los hombres?... ¡Oh Dios de las venganzas! Yo juro por
mi alma que la sangre aborrecida de ese hombre, aborto del infierno, ha de
apagar la sed insaciable de mi justo furor.
-¡Cuánto me
place oírte, noble Jimeno!... Pero todo cuanto te he referido, con ser tan horrible,
parecerá débil y pálido a tus ojos, cuando escuches lo que más adelante hizo el
feroz italiano.
-¡Ira de Dios!
¿Hizo más? ¿Qué más pudo hacer?
-Como ya te he
dicho, tu madre gemía en una prisión en la cual, sin embargo, Castiglione le
proporcionaba todas las comodidades que puede disfrutar una persona reclusa.
Así pasaron tres años, una eternidad para la desdichada doña Beatriz... Siento decírtelo;
pero en esta ocasión solemne nada debo ocultarte... En todo este tiempo tu madre
recibía con frecuencia las visitas del italiano, el cual le hizo creer que tú
habías muerto, así como también tu padre. Sola y abandonada en este mundo,
joven, hermosa, nacida para el amor y los placeres, casi llegó a enamorarse de
Castiglione, única persona con la cual se comunicaba. Al cabo de este tiempo,
doña Beatriz sintió que abrigaba en su serio el fruto de sus amores con el
verdugo de su esposo, y que ella creía, su libertador y su más apasionado
amante.
Jimeno exhaló
un profundo suspiro y murmuró:
-¡Oh
fragilidad de la naturaleza humana!
El misterioso
personaje continuó como si no hubiese oído la dolorosa exclamación de Jimeno.
-Pero ¿por
ventura cabe el amor en los pechos de tigre? Si alguna vez el ardor brutal de
un ciego apetito se apodera de ellos, pasa después como un vértigo y otra vez
vuelven a renacer los feroces instintos de sangre y de odio, llegando hasta el
extremo de mirar con encono aun a los mismos objetos en que por algunos
instantes han cifrado su calenturiento y bárbaro deleite. Así sucedió al feroz
Castiglione, quien, habiendo satisfecho su orgullo satánico y sus deseos
criminales, ya sólo anhelaba deshacerse de aquella dama que por largo tiempo le
había hecho padecer y había humillado su amor propio. Además, su carácter
iracundo y su ambición desmedida le habían granjeado entre los Templarios
numerosos enemigos, que miraban con envidia su influencia y privanza para con
el maestre, y que espiaban con ansia la ocasión de desacreditarle. Y como en su
vida privada, siempre que a observación se sujetase, era cosa facilísima hallar
motivos de reprobación y de castigo, el astuto Castiglione se apercibió de que
sus enemigos por todas partes le estrechaban, y no dudó que su pérdida sería
inevitable, si por acaso llegaba a descubrirse la profanación que había hecho
de la regla y de la torre del Templo, ocultando en ella a una dama con la cual
sostenía ilícita correspondencia. Por otra parte, si daba libertad a doña
Beatriz, ésta, que sólo sabía de su lamentable historia lo que él había querido
que supiese, podía averiguar la verdad de sus infames maquinaciones para introducir
la desconfianza y la discordia en un matrimonio hasta entonces modelo envidiable
de ternura conyugal, en cuyo caso Castiglione tenía muchísimo que temer, mas
aún que si descubriesen a doña Beatriz en la torre. Así, pues, el italiano,
cuya conciencia, ya avezada al crimen, estaba encallecida, resolvió deshacerse
de doña Beatriz por medio del puñal.
-¡Dios mío! ¡Qué
horror!
-Nada pudo
detenerle. Ni la consideración de un ser hermoso, débil, inofensivo y abandonado;
ni el recuerdo de su antigua pasión; ni las desgracias que había acumulado sobre
aquella mujer más infortunada que criminal; y, por último, ni el pensamiento terrible
de que iba a ser, no el asesino de la esposa de un amigo villanamente engañado,
sino el verdugo de su propio hijo, que doña Beatriz llevaba en sus entrañas...
Era una noche tempestuosa; el trueno bramaba, el relámpago lucía, la lluvia se
desgajaba a torrentes. Diríase que el cielo y la tierra lanzaban un rugido de
horror al contemplar la acción inicua del bárbaro e insensible Castiglione.
Habitaba doña Beatriz en el lóbrego aposento del bafomet...
-¿Y qué
significa eso?
-¿No has visto
esas figuras con cabellera de sierpes, que están esculpidas en ciertos parajes
de las Encomiendas?
-Sí, las he
visto, y en verdad que siempre he deseado hallar la explicación de ese extraño
símbolo.
-Además de que
en todos los edificios de los Templarios se ven esculpidas estas figuras, las
veneran también en secreto con extrañas ceremonias en una habitación subterránea.
-¿Y no me
diréis por fin qué significa esa escultura?
-Creo que
represente para los Templarios una deidad misteriosa y siniestra. Decía, pues,
que doña Beatriz habitaba en un aposento subterráneo, cuyos muebles consistían
en un lecho suntuoso, algunos sitiales y un arcón de oloroso cedro. En una
alcoba, cuyas puertas son de bronce, había un nicho cubierto con un negro velo.
En aquel nicho, colocado sobre un ara, se tributaba, adoración a la espantosa
escultura que simboliza el genio del mal, del que seguramente es Castiglione
una representación todavía más completa. Entre aquella efigie diabólica y el
infernal italiano parecía existir cierta semejanza, una simpatía horrible. Doña
Beatriz, ya acostumbrada a estas lúgubres imágenes, estaba reclinada en un
sitial, con la cabeza apoyada en una mano, lánguida y hermosa, y fijos los
tristes ojos en la puerta por donde solía aparecer su pérfido amante. El
aposento estaba iluminado por una lámpara, y a pesar de hallarse tan retirado,
se escuchaba allí el formidable fragor de la tormenta. Nunca como en aquella
ocasión la infeliz señora había experimentado con más vehemencia el deseo de
ver a Castiglione, pues el eco de la tempestad y el aislamiento en que se
encontraba, la hacían estremecerse de terror.
-¡Madre mía!
-murmuraba el trovador con los ojos inundados de lágrimas.
El misterioso
personaje continuó:
-Ábrese de
repente la puerta, aparece el italiano, y la dama lanza un grito de jubilosa sorpresa,
y corre desalada hacia su amante, como vuela el pajarillo a la encina
protectora contra la tempestad que amenaza. Pero ¡ay! en vez del consuelo que
esperaba, sólo encuentra al brutal asesino que se precipita sobre ella como un
tigre carnicero y le da de puñaladas. La triste doña Beatriz arroja un grito
espantoso y fija en Castiglione sus ojos atónitos de terror, de angustia y de
ira. En aquel instante un súbito pensamiento, como el relámpago que hiende los
espacios, iluminó su mente. Pensó en que el autor de todas sus desdichas había
sido aquel monstruo, que había acabado por hacerse amar de ella. En la horrible
lucha que trabaron, doña Beatriz asió con mano convulsa el brazo homicida de Castiglione;
pero éste, furioso de aquella resistencia, arroja el puñal, pone mano a su tajante
espada y, ciego de cólera, asesta una cuchillada a la hermosa cabeza de la
dama, que, a falta de otro escudo y por un movimiento indeliberado, quiso parar
el golpe con su brazo, y ¡qué horror! le separó la mano de la muñeca.
-¡Infame!...
Por piedad os suplico que acabéis pronto... ¡Ah pérfido Castiglione!
-El asesino
salió de la lúgubre estancia, dejando a la desdichada doña Beatriz inundada en
su sangre. El feroz italiano había conseguido su objeto de deshacerse de doña
Beatriz y de adquirir para la
Orden sus cuantiosos bienes.
-¿Y mi padre
efectivamente murió?
-¡Ah! ¡Qué
lamentable historia!... Ya te he dicho que tu padre era la franqueza misma; pero
por lo tanto que era honrado, sabía como ninguno guardar un secreto, cuando empeñaba
su palabra de hacerlo así. Castiglione había averiguado que don Gonzalo poseía
ciertos manuscritos que un caballero, al partir para Jerusalén, le había
confiado para que se los guardase hasta su regreso. En aquellos manuscritos se
contenía la descripción de un sitio en el cual había guardados inmensos
tesoros, y como la más vil codicia devoraba a Castiglione, éste se había
propuesto a todo trance apoderarse de aquellos papeles que podían servirle de
guía para saciar su sed de riquezas...
-¿Oís?-preguntó
Jimeno aturdido interrumpiendo la narración del fantasma.
-¡Oh! ¡Ya ha
amanecido!
-Suenan voces.
-Parece que se
aproximan.
-¿Vendrán
aquí?
-Sin duda
alguna vienen a buscarnos, y si nos encontrasen tendríamos muchísimo que temer.
-¡Ah! Los he
reconocido por la voz. ¡Son mis compañeros!
-Justamente es
lo mismo que yo había creído. Los armigueros, cobardes y supersticiosos durante
la noche y la tempestad, ahora con la luz del día vienen a buscarte porque
acaso temen te haya sucedido alguna desgracia.
-¡Pobrecillos!
¡Me quieren tanto!
-Pues es
preciso evitar el que nos vean.
-Creo que nada
tenemos que temer, si son ellos.
-¡Ay de ellos
si llegan a verme a la luz del día! Jimeno clavó una mirada de extrañeza y
hasta de terror en el fantasma. Tal fue el acento de sombría amenaza y de
reconcentrada crueldad con que el incógnito pronunció sus últimas palabras.
Entretanto las voces se aumentaban, el ruido crecía, y se hubiera dicho que un
ejército se acercaba, a juzgar por el rumor de los pasos y de las armas.
-¡Retiraos!
-exclamó el trovador-; retiraos, si es que hay peligro en que nos sorprendan en
este sitio.
-¿Y por dónde
quieres que me retire? -preguntó el fantasma con una sonrisa glacial-. ¿Deseas
acaso que les salga al encuentro?
-¡Dios mío!
¡Qué angustia!
-No te apures,
Jimeno.
-Yo si tiemblo
es por vos.
El incógnito
hizo un ademán con el que indicó al trovador que guardase silencio y escuchase.
En efecto,
llegaron a sus oídos las palabras siguientes:
-A Jimeno
seguramente lo han asesinado.
-¡Malditos
sean los fantasmas!
-Es preciso
acabar de una vez con ellos.
-No hay que
perder tiempo en exorcizar toda la casa.
Jimeno
escuchaba todo esto atónito de terror, pues los Templarios se aproximaban y el fantasma
le tenía asido del brazo, oprimiéndoselo con la misma fuerza que un torniquete.
Ya sonaban los
pasos en el subterráneo circular donde se hallaban nuestros interlocutores. La
lámpara que ardía delante de la
Virgen chisporroteaba con esas últimas convulsiones de una
luz que va a extinguirse y que parecen simbolizar la lucha de la vida contra la
muerte.
Un tropel de
Templarios y armigueros se precipitó en aquel recinto con las espadas desnudas
y gritando:
-¡Por aquí
deben estar!
-¡Venid!
-exclamó el fantasma asiendo fuertemente del brazo a Jimeno.
-¿Adónde? ¡Oh!
Soltadme, que me apretáis como con unas tenazas.
El misterioso
personaje desapareció con Jimeno por una pequeña puerta que estaba junto a la
imagen de Nuestra Señora.
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