Capítulo V
Revelaciones
La centella
que descendió del cielo en el instante mismo en que los tres armigueros trataban
de seguir a su amigo para protegerle, caso que de ello tuviese necesidad,
produjo en los jóvenes una impresión de terror inexplicable.
Todos creyeron
que el cielo mismo se oponía cualquiera investigación que acerca del blanco
fantasma se intentase, y que su curiosidad era castigada por la mano del
Criador, por el formidable poderío de la tempestad desencadenada.
Aquel ser
misterioso condujo a Jimeno por varias y espesas calles de árboles, hasta que
llegaron a uno de los ángulos más retirados del huerto de la Encomienda. Allí
había una puerta planchada de hierro.
El blanco
fantasma hizo una seña a Jimeno de que aguardase.
En seguida
sacó una llave, abrió la puerta, y asiendo fuertemente del brazo al aturdido trovador,
lo arrastró consigo dentro de aquella tenebrosa estancia.
Había allí
multitud de arneses, de armas, de paramentos y, en fin, toda clase de pertrechos
militares conocidos en la época.
Jimeno seguía
al fantasma lleno de terror.
Después que
atravesaron una larga serie de habitaciones, el fantasma se detuvo y abrió una
puerta que estaba en el suelo. En seguida comenzaron a bajar por una estrecha escalera
que conducía al subterráneo, que hemos dicho antes comunicaba con la solitaria torre
donde habitaba el italiano.
Así como el
destino empuja a los mortales por sus tenebrosas vías, del mismo modo el fantasma
arrastraba en pos de sí a Jimeno. Este, resistiéndose con toda su fuerza, se detuvo,
diciendo:
-¿Adónde
queréis conducirme? ¿Qué exigís de mí? Yo no os seguiré más lejos... Os lo digo
formalmente... ¡No pasaré de aquí!
-Justamente mi
pensamiento, era detenernos en este sitio.
-Pues bien,
decid.
-Voy a
hablarte de tus padres.
-¡Ah! ¡Nunca
los he conocido!
-Acaso pronto
los conozcas.
-¡Viven! ¡Oh,
Dios! Decid, decid.
-No me interrumpas,
Jimeno, si bien te exijo que prestes gran atención a lo que voy a revelarte.
-Cuando me
habláis de mis padres, tan llorados de mí como desconocidos, es un deber sagrado
para mí el escucharos.
-Y cuando me
hayas oído, también será un deber tuyo el vengarlos.
-¡Cómo! ¿Han
muerto?
-Te contaré su
historia.
-La misteriosa
figura condujo de la mano a Jimeno a un pequeño altar que había en el subterráneo.
Era una efigie de Nuestra Señora de la Concepción , delante de la cual ardía una lámpara
como una pálida estrella en medio de la noche sombría.
Allí el
fantasma dio comienzo a su narración de esta manera:
-Tu padre era
un caballero perteneciente a una de las más distinguidas familias de España,
tanto por su nobleza cuanto por sus extensos dominios y por los heroicos hechos
de sus ascendientes. Después de haber combatido contra los moros de Andalucía,
donde ganó reputación de valiente guerrero y diestro caudillo, contrajo
matrimonio con una hermosísima dama, cuyo amor se había esforzado en merecer
por sus hazañosos hechos. Ella, orgullosa y feliz por el mérito y la gloria de
su amante, pronunció con religioso arrebato el sagrado juramento de su eterno
amor...
El misterioso
personaje exhaló un profundo suspiro y pareció como oprimido por dolorosos
recuerdos.
Luego
continuó:
-Tu padre fue
muy querido y honrado por el rey don Alfonso el Sabio, el cual no solamente
estimaba sus dotes de guerrero, sino también sus conocimientos en astronomía, y
ayudó mucho al rey en la composición de las famosas tablas Alfonsinas...
-¿Y el nombre
de mi padre? -preguntó Jimeno.
-Se llamaba
don Gonzalo Pérez Sarmiento. Ahora bien; éste, a diferencia del rey, no tenía
fe en la astrología judiciaria, y se chanceaba con don Alfonso acerca de
ciertos pronósticos fatales que decían se notaban en el horóscopo de tu padre.
¡Ay! ¡Cuánto la experiencia acreditó después que el rey don Alfonso con harta
razón merecía el título de sabio! «Gonzalo, -decía el monarca-, has nacido bajo
la influencia de Mercurio y de Júpiter, planetas que te prometen la elocuencia
y la fortuna; pero en cambio Marte es funesto para ti en los castillos y en las
plazas. Al aire libre serás un guerrero afortunado; pero en el recinto de una
muralla perderás siempre. También la luna te es maléfica, y la inconstancia de
la suerte algún día te hará sentir sus tiros».
Jimeno
escuchaba este razonamiento con la expresión del más profundo estupor.
-Nada era más
cierto, -continuó la blanca figura-, nada más cierto que las palabras del rey
sabio, del Salomón de nuestra España. Tu padre efectivamente se hallaba dotado
de un candor de niño, de una sencillez de paloma, de una buena fe a toda
prueba. Ningún hombre más inútil que don Gonzalo para el disimulo, para las
intrigas palaciegas, para los negocios difíciles, tortuosos, subterráneos. Su
generosa naturaleza rechazaba la vulgaridad y la hipocresía. Como el águila,
miraba al sol frente a frente; como el geómetra, creía siempre que para llegar
a un punto, el camino más pronto y seguro
era la línea recta. En cambio, ningún paladín peleaba en el campo con más
bravura, ningún sabio hablaba con más claridad, ningún corazón se entregaba con
más entusiasmo a todo sentimiento noble y grande. Don Gonzalo tenía una sed
insaciable de luz, de verdad, de franqueza. El rey don Alfonso era de mucha más
edad que tu padre, por cuya razón éste tributaba a sus años el más profundo
respeto, a más de la veneración que le inspiraban la soberanía, la ciencia y el
carácter de don Alfonso, quien había manifestado a su joven amigo que, según
las investigaciones astrológicas, sus desgracias deberían empezar desde la edad
de treinta y cinco años en adelante. Don Gonzalo se reía, pero jamás predicción
alguna se cumplió con más exactitud.
-¿Qué funesto
augurio deja de cumplirse? -murmuró Jimeno.
-Tu padre
tenía un íntimo amigo que era el reverso de la medalla la antítesis más completa
de don Gonzalo, y acaso por esta misma razón eran amigos, pues la amistad necesita
simpatías y contrastes. Tanto como el uno era alegre, elocuente y expansivo,
era el otro triste, taciturno y reservado. Todo en don Gonzalo era confianza y
generoso abandono, cortés franqueza y valor caballeresco. En su amigo, todo era
suspicacia, frialdad y previsión. El amigo de tu padre cifraba toda la ciencia
humana en que ningún acontecimiento le causara sorpresa. Esta era su verdadera
manía. Todo quería preverlo, todo pretendía adivinarlo; quería que su
inteligencia fuese el compás de los acontecimientos; deseaba medir, pesar,
detener o alejar a su gusto la engañosa perspectiva del porvenir. Aun cuando
aquel hombre ostentaba mucha sangre fría y gran serenidad de juicio, no por eso
dejaban de albergarse en su corazón todas las pasiones y todos los vicios.
Había en aquel hombre una vitalidad tan extraordinaria como funesta. Todas sus
fuerzas, todas sus facultades, toda su vida la encaminaba al mal. El desdeñoso desprecio
que guardaba para todos los hombres era fácil de leer en sus largas y pobladas cejas,
constantemente fruncidas. La hidrópica sed de oro devoraba su corazón como el fuego
devora, las secas mieses en el estío. El sol de su inteligencia se agitaba frecuentemente
en una atmósfera de inmundos pensamientos de deleites, que le ofuscaban y
envolvían en una nube de impureza. La hoguera de la ira y del rencor ardía continuamente
en su pecho vengativo. La embriaguez y la glotonería eran los ídolos que adoraba
en secreto. El gozo y la sonrisa de los demás causaban en él tristeza y llanto.
Aquel hombre era un nido de víboras cubierto de azucenas y jazmines. La vil y
astuta hipocresía le había dado sus más inocentes apariencias, y bajo su manto
de cándido armiño encubría todos los gusanos, todas las podredumbres, todas las
ponzoñas de la maldad humana. Cocodrilo con llanto de niño, sirena con voz de
mujer, tigre con piel de cordero, Matías Rafael Castiglione reunía a sus
instintos maléficos la bravura del león y la prudencia de la serpiente. Era el
genio del mal en toda su diabólica extensión.
-¡Y ese hombre
era el amigo de mi padre! -exclamó Jimeno sin poder contenerse.
-Sí, ese
infame calabrés supo engañar a don Gonzalo, que le amaba con todo su corazón.
Después de algunos años recibió una herida que le hizo perder el ojo izquierdo
y que añadió la más repugnante deformidad a su rostro, de suyo fiero y ceñido.
Desde entonces parece que se aumentaron sus malas inclinaciones. ¡Cuán cierto
es que muchas veces un defecto personal influye poderosamente en el interior
del hombre!
-Decid, decid,
estoy impaciente por saber la conducta de Castiglione para con mi padre.
-Don Gonzalo
Pérez Sarmiento se fió siempre del odioso Templario, al cual daba entrada en su
casa con la franqueza propia de un amigo. La madre estaba dotada, como ya te he
dicho, de singular hermosura, y el pérfido italiano concibió por ella la pasión
más desenfrenada. Doña Beatriz de Vargas, que así se llamaba tu madre, se
apercibió, por último, de las inicuas miras de Castiglione, quien tuvo el
atrevimiento de declararle su impuro amor. Doña Beatriz rechazó con indignación
al falso amigo de su esposo. ¡Matías, arrepentido de su imprudencia, fingió
haber hecho aquella declaración tan solamente por probar de qué modo era
recibido. Aunque esta explicación fuese tan poco diestra, sin embargo, tal fue
la naturalidad e ingenio que desplegó Castiglione, que al fin la sencilla dama
acabó por darle crédito. Temiendo que la esposa de su amigo hablase a éste de
tan espinoso asunto, resolvió participarle él mismo aquel paso que había dado,
lo cual hizo en tono jovial y chanceándose con don Gonzalo, haciéndole creer
que había tratado de divertirse, observando el efecto que aquella declaración
hacía en su esposa.
-Parece
increíble que mi padre tomase con indiferencia semejantes chanzas.
-Si en su
interior sentía otra cosa, no lo manifestó al menos. Lo cierto del caso fue que
ambos esposos continuaron dispensando la misma confianza a Castiglione, el cual
cada día parecía más digno de ella, según se manifestaba tierno, obsequioso y
comedido para con don Gonzalo y su esposa. En resolución, andando el tiempo, tu
padre no podía soportar la ausencia del Templario, a quien las ocupaciones y el
servicio de su orden distraían muchas veces de asistir con frecuencia a casa de
don Gonzalo. Éste se lamentaba del disgusto que la causaba tal separación, y,
por lo tanto, resolvió tomar las medidas oportunas para vivir con su amigo en
la mayor intimidad posible y gozar de su compañía continuamente.
-¡Padre mío!
¡Corazón generoso y confiado!... Yo te reconozco por mi padre... ¿Qué importa
que faltara la astucia, si te sobraba la virtud?
-¡Infeliz don
Gonzalo! -exclamó con acento dolorido el misterioso personaje-. Como la
serpiente fascina al pajarillo que destina para su alimento, así el pérfido
amigo fascinaba a tu padre, a quien trataba de deshonrar.
-¿Y consiguió
su objeto?
-¡Ay! ¿Qué
pensamiento criminal deja de convertirse en crimen? ¿Qué idea maléfica no se
convierte en hecho? Parece que el soplo del infierno fecundiza en el cerebro humano
todo mal pensamiento. Hay un no se qué de inexorable en las malas tentaciones, que
rara vez dejan de ser obras. Todo contribuye en este mísero mundo a que el mal
se practique, y en cambio todo parece contribuir a que el bien encuentre
insuperables obstáculos. ¡Cuán fácil y dispuesta es la naturaleza humana para
obrar mal! ¡Cuánto esfuerzo heroico necesita para practicar el bien! Por eso es
tan estrecha la senda de la virtud; por eso es tan ancho el camino del crimen.
-¡Verdad tan
dolorosa como necesaria! -murmuró Jimeno profundamente pensativo.
-Ya sabes que
es costumbre entre los Templarios que admitan en sus conventos a algunos
caballeros casados, los cuales vivan honestamente y poniendo a disposición del común
de la orden los bienes que posean y en adelante adquieran ambos cónyuges, dejando
el esposo por su fallecimiento la mitad de su hacienda a la viuda para que subsista
hasta su muerte, en cuyo caso los Templarios entran posesión de esta otra parte
de los bienes.
-Eso
generalmente lo verifican los esposos que tienen hijos.
-Sí; pero en
aquella época tus padres aún no habían tenido sucesión. Así, pues, don Gonzalo
entró en la Encomienda ,
y pasaba sus días siempre acompañado de su pérfido amigo. Pero muchas veces
tenían que separarse para ir a desempeñar las comisiones que les encargaba el
maestre o para salir a la guerra continua con los moros. El villano Castiglione
aprovechaba todos los momentos que podía para visitar a la esposa de don Gonzalo,
con la cual, no obstante, guardaba las más atentas consideraciones. Precisamente
pocos días después que don Gonzalo entrara en la casa de los Templarios, conoció
su esposa que se hallaba en cinta, circunstancia que no dejó de mortificar a tu
padre, si bien acerca de este sentimiento guardó para con su amigo la más
absoluta reserva, lamentando en secreto su determinación, que ahora calificaba
de precipitada. Poco tiempo después doña Beatriz de Vargas dio a luz un hermoso
niño... ¡Aquel niño eras tú!
-¿Pues
entonces cómo?...
Jimeno se
detuvo sonrojado.
-Te comprendo,
-dijo el fantasma-, te comprendo. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuán desgraciado has sido
desde que naciste!
El misterioso
personaje clavó en el trovador una mirada de infinita ternura.
Después de
algunos momentos continuó:
-Castiglione,
como ya te he indicado, es el hombre no solamente más malvado, sino también el
más astuto que existe sobre la tierra. Ese calabrés en todo es extraordinario.
Es incapaz de amor y de amistad, porque su alma sólo se nutre de odio y de
venganza. Su corazón es frío como una losa para los afectos íntimos, dulces y
tiernos. Creería una debilidad enamorarse como el resto de los hombres. En
cambio abriga en su pecho todos los frenéticos furores de la impureza, y por
otra parte, su orgullo es tan poderoso, tan inmenso, tan satánico, que perdería
mil vidas que tuviese antes que renunciar a la realización de cualquier
proyecto en que su amor propio se hubiese interesado. Él no amaba de doña
Beatriz sino la hermosura exterior; todas sus cualidades íntimas, todas sus virtudes,
eran para él objeto de mofa. Había resuelto deshonrar a su amigo, y las mismas
furias del infierno parece que le iluminaron con sus sanguinarias teas. Una
sola afección, un solo deseo, un afán exclusivo y enérgico, es el móvil más
poderoso de todas las acciones de Castiglione, es a saber: la ambición de
ocupar altos puestos en la Orden
y de que ésta sea por todos temida y acatada. Nunca se mueve su voluntad con
más energía y gozo que cuando se trata del esplendor y poderío de los
Templarios. Estos son sus deseos más vehementes, sus sueños dorados, sus únicos
amores. Castiglione ha proporcionado a su Orden las más cuantiosas herencias, y
la que ahora trataba de adquirir no era de las menos importantes. Don Gonzalo
Pérez Sarmiento poseía dilatadísimos dominios, y el italiano se había propuesto
adquirirlos para su Orden, sin renunciar por eso a su propósito de gozar de la
belleza de doña Beatriz de Vargas. Para conseguir su doble intento meditó el
medio más inicuo.
-¿Qué hizo?
-Fue a buscar
a don Gonzalo con el semblante demudado y triste, diciéndole después de mil
rodeos: «Amigo mío, muy malas nuevas tengo que darte: una sospecha que hace mucho
tiempo había brotado en mi corazón se ha confirmado hoy. Prepárate, querido Gonzalo,
prepárate a recibir el golpe más doloroso que la suerte cruel pudiera
asestarte... Tu esposa es infiel, el fruto de su crimen lo lleva en sus
entrañas».
-¡Ruin amigo!
Aun cuando sean ciertas, esas cosas no se dicen.
-Son muy
diversas las opiniones del mundo. Aturdido tu buen padre con semejante revelación,
cayó como herido de un rayo en los brazos de Castiglione. Desgraciadamente este
mismo pensamiento de infidelidad en su esposa se le había ocurrido también a
don Gonzalo; pero éste había sepultado en el más negro abismo de su conciencia
semejante pensamiento, habiendo conseguido ocultarlo aun a los propios ojos de
sus mismas sospechas.
-¿Y quién
había podido infundirselas, siendo mi madre tan virtuosa como decís?
-¡Ay, hijo
mío! Así como algunas veces suelen soplar vientos mortíferos que llevan la peste
y la desolación por todas partes donde pasan, sin que se sepa de qué punto desconocido
del globo salen los ponzoñosos miasmas, así también pensamientos crueles y
desgarradores suelen levantarse en el alma humana, sin que ninguna causa
palpable haya pedido sugerirlos, a no ser el invisible soplo del infierno...
Acaso tu padre miraba con extrañeza una cosa que, sin embargo, era muy natural.
¿Quién sabe? Esto no pasa de ser una suposición mía...
-¿El qué?
Decid, decid.
El fantasma,
después de algunos momentos en que pareció coordinar sus ideas y recuerdos,
continuó:
-Acaso don
Gonzalo se sorprendió de que después de seis años de matrimonio, su esposa
estuviese próxima a darle un hijo precisamente en la época en que doña Beatriz
se había quedado más libre en su casa, adonde rara vez iba a visitarla tu
padre. Además, el corazón humano tiene tantas propensiones a la duda, a las
sospechas, a la desconfianza... ¿Qué amante, por feliz que se considere, no ha
dudado en algún momento del cariño de su amada? ¿Quién, por joven e inocente
que sea, no ha derramado una lágrima, no ha abrigado una duda, no se ha visto
devorado por las sospechas, esos buitres carniceros que desgarran sin compasión
las fibras más íntimas y delicadas del corazón humano? ¡Amor puro! ¡Amor
infinito! ¡Voluntad sin hastío! ¡Cariño sin temor de mudanza! ¡Ah! No eres más
que un bello ensueño sobre la tierra, que cuando más extiende su mágico poder a
revelarnos como al través de una dorada niebla la luz brillante de otro mundo
mejor... ¡Ternura ideal! El hombre puede comprenderte, puede desearte; pero
¡ay! no te puede encontrar. Es un pensamiento, pero nunca una realidad... sobre
la tierra.
El misterioso
personaje exhaló un profundísimo suspiro, en tanto que el joven trovador le
contemplaba, inundados los ojos en lágrimas y palpitante el pecho, como si su espíritu
gigante se afligiese de que el incógnito hubiese pintado al mundo ideal como irrealizable,
ese mundo de divinas aspiraciones que el trovador lleva siempre consigo en su
mente y en su pecho, y que es la única verdad, la realidad por excelencia.
Jimeno, sin embargo, conocía, a pesar suyo, que mediaba un tránsito inmenso, un
abismo insondable, una limitación dolorosa desde el cielo de las ideas hasta
las mezquinas realidades de la tierra.
Muchas veces
el trovador en sus endechas había dejado escapar esa ansiedad sublime, esa
tristeza majestuosa del genio que, fijos los ojos en las estrellas, busca allí
su verdadera patria. El alma del poeta es una sed insaciable. Tan sólo el
océano de lo infinito puede satisfacerla.
-Ahora bien,
-continuó el desconocido-; Castiglione volvió a despertar las sospechas que ya
dormían en el corazón de tu padre, al modo que se levantan de entre la hierba
las venenosas serpientes que oyen aproximarse al campesino. Después de los
primeros momentos de turbación y amargura, siguieron naturalmente los raptos de
furor y el deseo de venganza. El feroz italiano experimentaba un gozo infernal
al ver que había atraído a don Gonzalo al punto que él deseaba y le convenía
para sus inicuos planes...
-Pero
¿efectivamente era infiel doña Beatriz? preguntó Jimeno muy conmovido.
-Aquella noche
salieron de la Encomienda
recatadamente dos hombres y se encaminaron al pueblo donde habitaba doña
Beatriz de Vargas, y estuvieron rondando la casa y los balcones de la
habitación en que dormía la dama. Pocos momentos después de que los dos amigos
se hallaran en observación, vieron abrirse la puerta y aparecer un hombre, el
cual ató una escala al barandal de piedra del balcón y se deslizó con gran cautela.
Al poner el pie en la solitaria calle, un puñal dirigido por un brazo de bronce
se clavó en el pecho del adúltero...
-¡Oh Dios! ¿Es
posible? ¡Mi madre criminal!... ¡Desgraciada!
-En seguida
don Gonzalo, furioso como un león herido, subió por la escala, se precipitó en
el aposento de su esposa, descorrió las cortinas del lecho y la encontró durmiendo
tranquilamente. Indignado de ver aquel reposo del crimen, el ofendido caballero
se lanzó furioso a la dama para clavar su puñal en aquel hermoso y pérfido seno.
Castiglione al mismo tiempo acababa también de subir por la escala, después de haber
desfigurado con mil heridas transversales el rostro del adúltero asesinado por
don Gonzalo. En seguida el Templario arrojó el cadáver al profundo cauce de un
arroyo que por allí pasaba cercano. En el momento en que el esposo asestaba a
doña Beatriz una furiosa puñalada, apareció Castiglione deteniendo a su amigo y
ostentándose a los ojos de la dama como su libertador.
-¡Infame
hipócrita! -exclamó Jimeno.
-Pero
temiendo, o aparentando temer los arrebatos de don Gonzalo, Castiglione mandó a
tres esclavos suyos que apartasen a la dama de la vista del caballero, que, fatigado
de tan crueles emociones, se arrojó llorando en los brazos de su fiel amigo Castiglione.
-¡Qué
fascinación tan funesta!... Mi padre infeliz estrechaba entre sus brazos a la serpiente
que le mordía. ¡Maldito calabrés! ¡Maldito! -repetía sin cesar el trovador apretando
los puños.
-Los
servidores del italiano, que ya tenían sus instrucciones secretas, condujeron a
doña Beatriz a la solitaria torre en que ahora habita...
El misterioso
personaje guardó silencio y parecía como absorto en sus pensamientos.
-¡Oh
Dios!-exclamó al fin-. ¡Qué recuerdos! ¡Cómo vuelan los años!...
Jimeno se
aventuró a preguntar:
-¿Y cuál fue
la suerte de mi madre en la torre?
El fantasma se
pasó la mano por la frente como para arrancarse sus recuerdos.
Y recobrando
el sentimiento de la realidad y clavando en Jimeno una mirada cariñosa, respondió:
-Algunos días
después del encierro de doña Beatriz naciste tú, desdichado trovador, y fuiste
expuesto a la clemencia de los transeúntes en un árbol del camino, poco
distante de la Encomienda.
¡Y gracias que no cebaron los hombres su furor en ti, criatura inocente!... Castiglione
mandó a su esclavo de más confianza que te arrojase desde lo alto de una roca...
-¡Rayos del
cielo!
-El cielo
mismo parece que se empeñó en salvarte. El esclavo no quiso cumplir las órdenes
de su señor, y te abandonó, como ya te he dicho, a la Providencia divina.
-¡Oh Dios del
cielo y de la tierra! ¡Cuán grande es tu poder!
-Andando el
tiempo, tu madre supo tu paradero, y desde entonces nunca ha faltado una
persona amiga que ha velado por ti y que desde lejos, y sin que tú te apercibas
de ello, ha seguido todos tus pasos.
-¡Conque
Castiglione puede decirse que es mi asesino!
-Y el de tus
padres.
-¡Ira de Dios!
¿Y quién había de pensarlo? ¡Siempre me ha tratado con un cariño particular!
-Yo también me
he apercibido de esa circunstancia. ¡Oh vías misteriosas del destino! Lo que
llaman la fuerza de las cosas y de los acontecimientos, la mano de Dios, te ha conducido
al lado de tu mayor enemigo del verdugo de toda tu familia; del verdugo que no
te conoce y para el cual se acerca la hora de la expiación, norte del mundo
moral.
-Pero decidme,
¿qué fue de mi madre? ¿Vive? ¡Tened piedad de mi febril impaciencia!
-¡Ay, hijo
mío! Castiglione llevó a cabo su doble pensamiento con una exactitud y una fortuna
maravillosas... En aquel tiempo se trataba de la elección del nuevo maestre de
los Templarios en Castilla, a consecuencia de haber muerto repentinamente don
Gómez García, y al cual sin duda alguna envenenó Castiglione, quien, además de
su destreza y de su instinto de intriga, poseía en alto grado la habilidad de
falsificar o imitar todas las letras que veía. Así, pues, con el objeto de
perder a su amigo fingió unas cartas escritas por don Gonzalo, de las cuales se
deducía que éste había sido el autor de la muerte de don Gómez.
-¡Dios mío!
¡Ese hombre es un demonio! ¡Jamás el crimen se ha ostentado con tanta osadía y
bajo tantas diversas formas en una criatura!
-Oye hasta el
fin y juzgarás. Castiglione hizo que las susodichas cartas llegasen por un medio
indirecto a manos de los amigos y deudos del difunto maestre, de lo cual
resultó que, celebrado capítulo, la
Orden condenó a muerte al inocente don Gonzalo.
-¡Qué horror!
-Entonces fue
cuando más que nunca se puso de manifiesto la infernal astucia del italiano.
Después de la sentencia, por él mismo provocada, se declaró protector de su amigo,
consiguiendo, por su influencia entre los principales caballeros de la Orden , que dejasen a don
Gonzalo a merced de Castiglione, en consideración a la amistad que le había
antes ligado con el traidor y asesino.
-¡Jamás
hubiera creído que una Orden tan poderosa como la del Templo hubiese usado de
tanto rigor con un tan noble caballero! ¡Entregarlo a su más encarnizado enemigo!
-En efecto,
más rigor fue entregarlo a Castiglione que al verdugo para que lo degollase;
pero la Orden
tenía muchas razones para proceder con severidad extremada.
-¡Razones!
-Razones de
interés propio, hijo mío, que son las leyes supremas para casi todos los hombres.
El italiano había hecho también conocer a sus correligionarios que Pérez Sarmiento,
pesaroso de haberse adherido y hermanado con los Templarios, según su regla,
trataba ahora de anular sus compromisos y de retirar la cuantiosa hacienda que
por este medio debería adquirir la Orden. Ahora bien; el italiano prometió que el
Templo, no sólo adquiriría la hacienda de don Gonzalo, sino también la parte
correspondiente a doña Beatriz, todo lo cual se verificaría sin pérdida de
tiempo, es decir, sin aguardar el fallecimiento de la esposa de don Gonzalo.
-¿Y cuál era
el proyecto de Castiglione al declararse así el protector de mis padres?
-¡Escucha y
admírate! A don Gonzalo le hizo creer que su esposa había muerto, mientras que
la infeliz gemía encerrada a disposición de ese monstruo, afrenta del género humano.
Una tarde se presentó a doña Beatriz con el semblante dolorido; y habiéndole manifestado
la terrible sentencia de la
Orden , a consecuencia del crimen de su esposo y los buenos
oficios que les había prestado, la triste dama acabó por darle entero crédito y
por no dudar ni por un instante que su mejor amigo era Castiglione. Cuando éste
consiguió que todos los bienes de don Gonzalo Pérez Sarmiento y su esposa perteneciesen
a la Orden de
los Templarios, entonces fue cuando naturalmente pensó en llevar a cabo la
segunda parte de su proyecto inicuo. Pintando a tu padre con los más negros
colores, recordó a doña Beatriz la injusticia y atrocidad de su esposo la noche
en que trató de asesinarla, lo cual, -dijo-, «habría verificado, si yo no me
hubiese interpuesto».
-¿Y lo creyó
mi madre?
-La infeliz
señora no podía menos de reconocer la verdad de las palabras de Castiglione y
se afligía amargamente de la cruel ofensa que le había hecho su esposo, dudando
de su virtud. Por bondadosa que fuese la dama, vivamente resentida como lo estaba
por esta conducta, dejó escapar algunas quejas muy justas contra don Gonzalo. Castiglione
entonces aprovechó aquella disposición de ánimo para infundir a tu madre despegó
y aversión hacia su esposo.
-¡Oh
fatalidad! Las apariencias estaban en contra de mi infeliz padre, en cuanto al envenenamiento
del maestre.
-La triste
doña Beatriz no pudo menos de manifestar respeto y ternura hacia don Gonzalo, a
quien tan ardientemente amaba, por más que a sus ojos se hubiese cambiado de la
manera más dolorosa. Irritado el vil Castiglione del inextinguible afecto que
doña Beatriz profesaba a su engañado amigo, le hizo una proposición que tu
madre rechazó indignada; pero el italiano comprendió cuánto la ternura y el
ruego pueden sobre el ánimo de la mujer, que cede frecuentemente a las
lágrimas, y que suele salir victoriosa de las amenazas y de los puñales.
Castiglione, pues, con su diabólica astucia afectó el más amoroso rendimiento,
y recurrió para triunfar, no a la violencia, sino que invocó los crueles
padecimientos, las ansiedades, las amarguras, los celos que había sufrido por
el amor ardiente que le había inspirado doña Beatriz... ¿Qué no hará una dama
cuando llega a creer que verdaderamente es idolatrada? La mujer, aun cuando no
ame, nunca quiere ceder su hermosura sino al amor. ¡Ah! Muy hermoso es el amar,
pero no es menos grato el pensar que uno es amado... En resolución, después de algunos
meses, doña Beatriz, conmovida por la enérgica pasión de Castiglione, se mostró
propicia a sus deseos...
El trovador
exhaló un profundo suspiro al saber la debilidad de su madre, a quien nunca
había conocido, pero a la cual no por eso amaba menos.
La blanca
figura contemplaba en silencio el hermoso semblante del poeta, en cuyas facciones
movibles y expresivas se reflejaban todos sus nobles sentimientos con la misma transparencia
que se ven las aljofaradas arenas en el fondo de un cristalino arroyuelo.
Sin duda
alguna, al leer en aquel corazón tan tierno y tan noble, el incógnito experimentaba
un sentimiento de gozo y de cariño hacia el trovador. Éste exclamó después de
algunos minutos de silencio:
-¡Madre mía!
¡Cuán frágil es el corazón humano!... ¿Conque ella fue dos veces criminal?
-No, hijo mío,
sólo fue débil para Castiglione.
-¿Pues no
decís que mi padre dio muerte a su ofensor, que bajaba por una escala del aposento
de su esposa? ¿Quién era aquel hombre? ¡Cuánto siento que mi padre tuviese razón
para estar quejoso de la que me dio el ser!
-¡Ay, Jimeno!
Aquella terrible noche todavía tu madre era inocente y pura como la luz del
sol.
-¡Cómo! ¿Es
posible?
-Como te lo
estoy diciendo. El desgraciado que murió bajo el celoso puñal de tu padre,
nunca le había ofendido. Era un esclavo de Castiglione, al cual éste había
seducido diciéndole que convenía para ciertos proyectos suyos, que se ocultase
en el aposento de doña Beatriz, y que aquella noche, cuando dieran las doce, se
dejase caer por una escala que el mismo Castiglione le había entregado, después
de ofrecerle por este servicio una enorme suma. Con la esperanza de tan rico
premio, el rudo servidor se prestó gustoso a una intriga de la cual estaba muy
lejos de sospechar que había de ser la víctima. Doña Beatriz ignoraba que aquel
hombre estuviese en su aposento, y tranquila y sin recelos se había recogido en
su lecho, entregándose con confianza al sosegado sueño de la virtud. Pero a la
manera que el navegante, después de contemplar el cielo azul y serena la mar, se
entrega al descanso sin temer los embates de la tempestad desencadenada que interrumpe
su sueño, del mismo modo la triste doña Beatriz, al despertarse, encontró a su esposo
con el sangriento puñal en la mano, que la amenazaba de muerte llamándola adúltera,
y que sin duda la habría asesinado en sus raptos de furor, a no haberse interpuesto
el pérfido Castiglione...
-¡Maldad
inaudita! -exclamó fuera de sí el joven armiguero-. ¡Oh! ¿Quién había de creer
que tan negra era capaz de ocultar las acciones de gran hipocresía era capaz de
ocultar las acciones de los hombres?... ¡Oh Dios de las venganzas! Yo juro por
mi alma que la sangre aborrecida de ese hombre, aborto del infierno, ha de
apagar la sed insaciable de mi justo furor.
-¡Cuánto me
place oírte, noble Jimeno!... Pero todo cuanto te he referido, con ser tan horrible,
parecerá débil y pálido a tus ojos, cuando escuches lo que más adelante hizo el
feroz italiano.
-¡Ira de Dios!
¿Hizo más? ¿Qué más pudo hacer?
-Como ya te he
dicho, tu madre gemía en una prisión en la cual, sin embargo, Castiglione le
proporcionaba todas las comodidades que puede disfrutar una persona reclusa.
Así pasaron tres años, una eternidad para la desdichada doña Beatriz... Siento decírtelo;
pero en esta ocasión solemne nada debo ocultarte... En todo este tiempo tu madre
recibía con frecuencia las visitas del italiano, el cual le hizo creer que tú
habías muerto, así como también tu padre. Sola y abandonada en este mundo,
joven, hermosa, nacida para el amor y los placeres, casi llegó a enamorarse de
Castiglione, única persona con la cual se comunicaba. Al cabo de este tiempo,
doña Beatriz sintió que abrigaba en su serio el fruto de sus amores con el
verdugo de su esposo, y que ella creía, su libertador y su más apasionado
amante.
Jimeno exhaló
un profundo suspiro y murmuró:
-¡Oh
fragilidad de la naturaleza humana!
El misterioso
personaje continuó como si no hubiese oído la dolorosa exclamación de Jimeno.
-Pero ¿por
ventura cabe el amor en los pechos de tigre? Si alguna vez el ardor brutal de
un ciego apetito se apodera de ellos, pasa después como un vértigo y otra vez
vuelven a renacer los feroces instintos de sangre y de odio, llegando hasta el
extremo de mirar con encono aun a los mismos objetos en que por algunos
instantes han cifrado su calenturiento y bárbaro deleite. Así sucedió al feroz
Castiglione, quien, habiendo satisfecho su orgullo satánico y sus deseos
criminales, ya sólo anhelaba deshacerse de aquella dama que por largo tiempo le
había hecho padecer y había humillado su amor propio. Además, su carácter
iracundo y su ambición desmedida le habían granjeado entre los Templarios
numerosos enemigos, que miraban con envidia su influencia y privanza para con
el maestre, y que espiaban con ansia la ocasión de desacreditarle. Y como en su
vida privada, siempre que a observación se sujetase, era cosa facilísima hallar
motivos de reprobación y de castigo, el astuto Castiglione se apercibió de que
sus enemigos por todas partes le estrechaban, y no dudó que su pérdida sería
inevitable, si por acaso llegaba a descubrirse la profanación que había hecho
de la regla y de la torre del Templo, ocultando en ella a una dama con la cual
sostenía ilícita correspondencia. Por otra parte, si daba libertad a doña
Beatriz, ésta, que sólo sabía de su lamentable historia lo que él había querido
que supiese, podía averiguar la verdad de sus infames maquinaciones para introducir
la desconfianza y la discordia en un matrimonio hasta entonces modelo envidiable
de ternura conyugal, en cuyo caso Castiglione tenía muchísimo que temer, mas
aún que si descubriesen a doña Beatriz en la torre. Así, pues, el italiano,
cuya conciencia, ya avezada al crimen, estaba encallecida, resolvió deshacerse
de doña Beatriz por medio del puñal.
-¡Dios mío! ¡Qué
horror!
-Nada pudo
detenerle. Ni la consideración de un ser hermoso, débil, inofensivo y abandonado;
ni el recuerdo de su antigua pasión; ni las desgracias que había acumulado sobre
aquella mujer más infortunada que criminal; y, por último, ni el pensamiento terrible
de que iba a ser, no el asesino de la esposa de un amigo villanamente engañado,
sino el verdugo de su propio hijo, que doña Beatriz llevaba en sus entrañas...
Era una noche tempestuosa; el trueno bramaba, el relámpago lucía, la lluvia se
desgajaba a torrentes. Diríase que el cielo y la tierra lanzaban un rugido de
horror al contemplar la acción inicua del bárbaro e insensible Castiglione.
Habitaba doña Beatriz en el lóbrego aposento del bafomet...
-¿Y qué
significa eso?
-¿No has visto
esas figuras con cabellera de sierpes, que están esculpidas en ciertos parajes
de las Encomiendas?
-Sí, las he
visto, y en verdad que siempre he deseado hallar la explicación de ese extraño
símbolo.
-Además de que
en todos los edificios de los Templarios se ven esculpidas estas figuras, las
veneran también en secreto con extrañas ceremonias en una habitación subterránea.
-¿Y no me
diréis por fin qué significa esa escultura?
-Creo que
represente para los Templarios una deidad misteriosa y siniestra. Decía, pues,
que doña Beatriz habitaba en un aposento subterráneo, cuyos muebles consistían
en un lecho suntuoso, algunos sitiales y un arcón de oloroso cedro. En una
alcoba, cuyas puertas son de bronce, había un nicho cubierto con un negro velo.
En aquel nicho, colocado sobre un ara, se tributaba, adoración a la espantosa
escultura que simboliza el genio del mal, del que seguramente es Castiglione
una representación todavía más completa. Entre aquella efigie diabólica y el
infernal italiano parecía existir cierta semejanza, una simpatía horrible. Doña
Beatriz, ya acostumbrada a estas lúgubres imágenes, estaba reclinada en un
sitial, con la cabeza apoyada en una mano, lánguida y hermosa, y fijos los
tristes ojos en la puerta por donde solía aparecer su pérfido amante. El
aposento estaba iluminado por una lámpara, y a pesar de hallarse tan retirado,
se escuchaba allí el formidable fragor de la tormenta. Nunca como en aquella
ocasión la infeliz señora había experimentado con más vehemencia el deseo de
ver a Castiglione, pues el eco de la tempestad y el aislamiento en que se
encontraba, la hacían estremecerse de terror.
-¡Madre mía!
-murmuraba el trovador con los ojos inundados de lágrimas.
El misterioso
personaje continuó:
-Ábrese de
repente la puerta, aparece el italiano, y la dama lanza un grito de jubilosa sorpresa,
y corre desalada hacia su amante, como vuela el pajarillo a la encina
protectora contra la tempestad que amenaza. Pero ¡ay! en vez del consuelo que
esperaba, sólo encuentra al brutal asesino que se precipita sobre ella como un
tigre carnicero y le da de puñaladas. La triste doña Beatriz arroja un grito
espantoso y fija en Castiglione sus ojos atónitos de terror, de angustia y de
ira. En aquel instante un súbito pensamiento, como el relámpago que hiende los
espacios, iluminó su mente. Pensó en que el autor de todas sus desdichas había
sido aquel monstruo, que había acabado por hacerse amar de ella. En la horrible
lucha que trabaron, doña Beatriz asió con mano convulsa el brazo homicida de Castiglione;
pero éste, furioso de aquella resistencia, arroja el puñal, pone mano a su tajante
espada y, ciego de cólera, asesta una cuchillada a la hermosa cabeza de la
dama, que, a falta de otro escudo y por un movimiento indeliberado, quiso parar
el golpe con su brazo, y ¡qué horror! le separó la mano de la muñeca.
-¡Infame!...
Por piedad os suplico que acabéis pronto... ¡Ah pérfido Castiglione!
-El asesino
salió de la lúgubre estancia, dejando a la desdichada doña Beatriz inundada en
su sangre. El feroz italiano había conseguido su objeto de deshacerse de doña
Beatriz y de adquirir para la
Orden sus cuantiosos bienes.
-¿Y mi padre
efectivamente murió?
-¡Ah! ¡Qué
lamentable historia!... Ya te he dicho que tu padre era la franqueza misma; pero
por lo tanto que era honrado, sabía como ninguno guardar un secreto, cuando empeñaba
su palabra de hacerlo así. Castiglione había averiguado que don Gonzalo poseía
ciertos manuscritos que un caballero, al partir para Jerusalén, le había
confiado para que se los guardase hasta su regreso. En aquellos manuscritos se
contenía la descripción de un sitio en el cual había guardados inmensos
tesoros, y como la más vil codicia devoraba a Castiglione, éste se había
propuesto a todo trance apoderarse de aquellos papeles que podían servirle de
guía para saciar su sed de riquezas...
-¿Oís?-preguntó
Jimeno aturdido interrumpiendo la narración del fantasma.
-¡Oh! ¡Ya ha
amanecido!
-Suenan voces.
-Parece que se
aproximan.
-¿Vendrán
aquí?
-Sin duda
alguna vienen a buscarnos, y si nos encontrasen tendríamos muchísimo que temer.
-¡Ah! Los he
reconocido por la voz. ¡Son mis compañeros!
-Justamente es
lo mismo que yo había creído. Los armigueros, cobardes y supersticiosos durante
la noche y la tempestad, ahora con la luz del día vienen a buscarte porque
acaso temen te haya sucedido alguna desgracia.
-¡Pobrecillos!
¡Me quieren tanto!
-Pues es
preciso evitar el que nos vean.
-Creo que nada
tenemos que temer, si son ellos.
-¡Ay de ellos
si llegan a verme a la luz del día! Jimeno clavó una mirada de extrañeza y
hasta de terror en el fantasma. Tal fue el acento de sombría amenaza y de
reconcentrada crueldad con que el incógnito pronunció sus últimas palabras.
Entretanto las voces se aumentaban, el ruido crecía, y se hubiera dicho que un
ejército se acercaba, a juzgar por el rumor de los pasos y de las armas.
-¡Retiraos!
-exclamó el trovador-; retiraos, si es que hay peligro en que nos sorprendan en
este sitio.
-¿Y por dónde
quieres que me retire? -preguntó el fantasma con una sonrisa glacial-. ¿Deseas
acaso que les salga al encuentro?
-¡Dios mío!
¡Qué angustia!
-No te apures,
Jimeno.
-Yo si tiemblo
es por vos.
El incógnito
hizo un ademán con el que indicó al trovador que guardase silencio y escuchase.
En efecto,
llegaron a sus oídos las palabras siguientes:
-A Jimeno
seguramente lo han asesinado.
-¡Malditos
sean los fantasmas!
-Es preciso
acabar de una vez con ellos.
-No hay que
perder tiempo en exorcizar toda la casa.
Jimeno
escuchaba todo esto atónito de terror, pues los Templarios se aproximaban y el fantasma
le tenía asido del brazo, oprimiéndoselo con la misma fuerza que un torniquete.
Ya sonaban los
pasos en el subterráneo circular donde se hallaban nuestros interlocutores. La
lámpara que ardía delante de la
Virgen chisporroteaba con esas últimas convulsiones de una
luz que va a extinguirse y que parecen simbolizar la lucha de la vida contra la
muerte.
Un tropel de
Templarios y armigueros se precipitó en aquel recinto con las espadas desnudas
y gritando:
-¡Por aquí
deben estar!
-¡Venid!
-exclamó el fantasma asiendo fuertemente del brazo a Jimeno.
-¿Adónde? ¡Oh!
Soltadme, que me apretáis como con unas tenazas.
El misterioso
personaje desapareció con Jimeno por una pequeña puerta que estaba junto a la
imagen de Nuestra Señora.
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