Capítulo VI
Hados
y lados hacen dichosos y desdichados
A consecuencia
de la desaparición de Elvira, cuya ausencia, aunque momentánea, causó grande
susto y pesar a su anciana madre, ésta recibió al siguiente día una sirvienta para
que las acompañase y evitar que nunca más la gentil doncella saliese sola.
¡De cuán
pequeños principios suelen algunas veces nacer las más grandes catástrofes!
La nueva
criada era una mujer que frisaba en los cincuenta años, de nariz muy pronunciada,
de color cetrino, de ojos negros y penetrantes, de alta estatura y de constitución
huesosa, que revelaba gran fuerza muscular; si bien era cenceña y descarnada.
Una falsa sonrisa animaba casi constantemente sus labios pálidos y delgados, dejando
entrever en su disforme boca unos dientes tan desmedidos como amarillentos.
A pesar de que
un observador experimentado habría podido notar al punto que bajo aquella ruda
organización se encerraba un alma perversa y una astucia infernal, con todo, a
primera vista y a la generalidad de las gentes habría seducido un cierto aire
de candor y de bondad, a que daba una apariencia más devota su traje modesto y
su porte reservado y humilde. Consistía, pues, su atavío en un hábito de
estameña de color pardo con mangas perdidas, a que daban el nombre de monjiles.
Una toca de beatilla, especie de lienzo poco tupido y muy delgado, cubría su
cabeza y daba a su figura el mismo empaque y aspecto de una monja recoleta, si
bien era taimada y murmuradora como una dueña, astuta como una raposa,
narradora de cuentos amorosos y picantes, y dotada, en fin, de todas las aviesas
inclinaciones y sutiles habilidades de la más refinada Celestina. Era avarienta
como un Iscariote y sabía a las mil maravillas encubrir todas sus macandades
con cierto aire morlaco y santurrón.
Quien hubiese
visto a Plácida, este era su nombre, con los ojos bajos y con las manos cruzadas
sobre el pecho, pasando sin cesar las gordas cuentas de su rosario, sin duda
que la habría tenido por la viva personificación de la virtud. Plácida hacía
mucho tiempo que habitaba en la aldea cercana a la villa de Alconetar, en la
provincia de Extremadura, donde tenían varias Encomiendas y heredades los
Templarios.
La mayor parte
del día lo pasaba la dueña en el convento de Nuestra Señora de la Luz , y era muy bien acogida y
agasajada por las monjas, entre las cuales había algunas que le profesaban una
adhesión sin límites.
Por lo demás,
Plácida habitaba sola en una humilde casita, haciendo una vida muy devota y
ejemplar, por lo que era citada entre las sencillas gentes de la aldea como un modelo
de mansedumbre, de caridad y de modestia. Jamás la vil hipocresía se había sabido
engalanar con más discretos disfraces que los que usaba aquella mujer infernal.
La anciana
madre de Elvira, sencilla y bondadosa como lo era, creyó que ninguna persona
podía convenirle tanto para acompañarlas y asistirlas como aquella honrada mujer
que, con su vida edificante, se hacía respetar de todos los vecinos.
Plácida, como
todas las gentes de su jaez, era por extremo callejera y curiosa; así es que
desde que por la mañana muy temprano iba a oír la misa de alba del convento, no
volvía a su casa hasta ya muy entrado el día. Todo este tiempo lo empleaba, ya
en el locutorio con las monjas, contando milagros y anécdotas de todos los santos
y santas de la corte celestial, o ya con las honradas y parlanchinas comadres
de la aldea, comentando a su placer todas las noticias de guerra con los moros,
de casamientos, de riñas y desafíos, entierros y bautismos que se verificaban
en veinte leguas a la redonda.
Por la tarde,
a la hora en que las monjas rezaban vísperas, se volvía otra vez al convento,
en donde permanecía hasta las oraciones; por manera que la mayor parte de su vida
la pasaba en la iglesia, con lo cual su reputación de santa iba cada vez más en
aumento.
Ya hemos oído
decir a Elvira que sólo hacía tres meses que su madre residía en la aldea, en
la antigua casa de los Vargas, que por mucho tiempo había estado deshabitada, siendo
un objeto de terror para todos los habitantes de la comarca, a causa de las
extrañas consejas de duendes, aparecidos y terribles sucesos que se contaban de
aquella maldita vivienda.
Ahora bien;
cuando la anciana y su hija aparecieron de golpe y zumbido en la aldea habitando
en la casa de los Vargas, fue indecible la sorpresa de todos los vecinos,
quienes por lo menos juzgaron que aquellas dos mujeres, es decir, la madre y la
hija, eran sin la menor duda espíritus del Averno, que habían tomado la figura
femenina.
Desde luego se
comprende que noticia de tal importancia no podía tardar en ser escrupulosamente
trasmitida a las venerandas madres del convento. Sucedió, pues, que toda la
comunidad se puso en el estado más violento de alarma al saber que había gentes
tan desalmadas, que se atrevían a vivir en aquella casa maldita. Pero este
asombro subió de punto cuando averiguaron que los nuevos habitantes de la casa
de los Vargas eran dos mujeres, una de las cuales estaba dotada de la más
peregrina hermosura. Entonces fue cuando, tanto las vecinas como las monjas y
la beata, comenzaron a hacerse lenguas y a comentar aquel acontecimiento de mil
maneras diversas y a cual más absurdas.
La buena de
Plácida, no menos curiosa que todas las demás, pero más impaciente que ninguna
por averiguar quiénes fuesen las recién venidas a la aldea, tomó la
determinación de irse en derechura a la casa y ver y hablar por sí misma a las
misteriosas habitantes.
Para llevar a
cabo su propósito se fue, ya anochecido, al sitio donde estaba la efigie de Nuestra
Señora de la Luz
y arrodillose allí con todas las muestras de la devoción más fervorosa.
Cuando la
agraciada Elvira se encaminó, según su devota costumbre, a encender el farol a la Virgen , se encontró allí
con aquella especie de monja profundamente recogida en su oración y como
arrebatada en un extático arrobamiento.
En vano la
doncella la saludó, le dirigió la palabra y la contempló durante algún tiempo,
sorprendida y asustada de aquella inmovilidad cadavérica. Ya la joven comenzaba
a sentir un verdadero espanto y a creer que aquello era una aparición del otro mundo,
cuando la astuta y curiosa dueña comenzó a suspirar y a fingir como si le
hubiese acometido un desmayo.
Al punto
acudió la compasiva Elvira a sostener a la desconocida enferma, la cual se apresuró
a estrecharle la mano en señal de agradecimiento. Pocos minutos después aparentó
Plácida volver en su acuerdo, si bien dando a entender que se hallaba muy débil
y fatigada. La joven le instó para que penetrase en su casa, donde podía tomar
algún alimento para restablecer sus fuerzas perdidas. Plácida aceptó
inmediatamente este ofrecimiento, pues que, como ella de antemano había
imaginado, le proporcionaba la mejor ocasión de entrar en la misteriosa casa y
conocer a fondo a sus habitantes.
Todo le salió
a medida de su deseo, y habiendo Elvira referido a su madre la manera como
había encontrado a la dueña, la compasiva anciana elogió el buen corazón de su amada
hija, a la cual dio orden de que regalase a aquella mujer hasta que algún tanto
se recobrara de su desvanecimiento.
Mientras que
la graciosa Elvira fue a sacar de una alhacena algunas conservas y una copa de
vino generoso, la astuta dueña entabló conversación con la sencilla Fidela, así
se llamaba la madre de Elvira, y fue tal la astucia con que supo insinuarse en
el corazón de la noble señora, que ésta no dejaba de admirar tanta virtud,
unida a tanta discreción y amenidad como desplegaba su ingenio.
Desde aquel
día no pasaba uno sin que Plácida fuese a visitar a sus nuevas conocidas, y
éstas, por su parte, la recibían con agrado, tanto porque la dueña sabía
granjearse con singular destreza las voluntades, cuanto porque doña Fidela y su
hija, no tenían comunicación con nadie en la reducida aldea; y en el sexo
hermoso ya se sabe que el hablar alguna que otra vez de lo que pasa en el mundo
es una necesidad imperiosa e imprescindible, y nosotros nos guardaríamos muy
bien de criticar antes por el contrario, alabaremos tanto como ésta preciosa
cualidad se merece.
Es preciso
confesarlo, a despecho de los hombres, tan orgullosos y engreídos de sus eminentes
cualidades; pero el don de la palabra, dígase lo que se quiera, debe buscarse
en la encantadora mitad del género humano. Y si no, ¿qué hombre, por sesudo y
formal que sea, no da al traste con toda su gravedad cuando ante sus ojos contempla
uno de esos preciosos círculos compuestos de graciosas niñas que, movibles e
inquietas como mariposas, charlan, ríen y cuchichean? ¿Qué elocuente orador no
cede la palabra velis nolis a unos labios tan espeditos como purpúreos? ¿Que
filósofo, aunque sea flemático y abstruso como un alemán, no arrincona al punto
la filosofía como la cosa más inútil en medio del delicioso guirigay de una
reunión de niñas encantadoras? ¿Quién será el temerario que no se dé por
convencido de sus razones melodiosamente articuladas? ¿Cuál será tan descortés
que se atreva a rectificar alguna seductora mentira que se escape a una rosada
y diminuta boca?
Si pues la
elocuencia sirve para convencer y persuadir, y hemos demostrado que ninguno se
atreve a contrariar las palabras de las hermosas, quede asentado, sin contradicción
alguna, que la verdadera oratoria pertenece en toda su extensión a los frescos
labios femeninos; en la inteligencia de que, si no concedemos el charlador privilegio
a nuestras prójimas, ellas se lo tomarán mal que nos pese, y nos regalarán por añadidura
unos de esos preciosos vestidos que sólo ellas saben cortar a la perfección sin
valerse de tijeras.
La garrulísima
Plácida enteró a las buenas religiosas de todo lo que había husmeado acerca de
doña Fidela y su hermosa hija. Es más; a fin de que algunas monjas conocidas suyas
pudiesen a su sabor contemplar a las nuevas vecinas de la aldea, la entremetida
dueña no descansó hasta conseguir llevarlas al convento para hacer una visita a
aquellas monjas que más particularmente eran amigas de Plácida.
Ahora bien; el
lector recordará que la noche en que Elvira había citado a su hermoso amante
para hablar por la reja del jardín, don Guillén fue acometido por dos hombres
que habían estado observando todos sus pasos.
El valeroso
mancebo se defendió con extraordinaria bizarría y bravura de sus agresores, y
como éstos eran gente pagada y más propia para dar el golpe como asesinos que
para lidiar como caballeros, resultó que el combate duró el tiempo suficiente
para poner en alarma a todos los vecinos de la aldea, que acudieron presurosos
al socorro de su señor; pero más particularmente se distinguieron Pedro
Fernández y Álvaro del Olmo.
Este último,
más que otro alguno, se halló pronto para favorecer a su amigo y señor don Guillén
de Lara.
El infeliz
Álvaro, con toda la desgarradora amargura de los celos y con la infalible perspicacia
del amor, había adivinado aquella noche que su amigo era su rival ahora, y había
seguido a lo lejos todos sus pasos desde que don Guillén saliera del castillo.
Álvaro se había ocultalo junto a las tapias del jardín de Elvira, y las
lágrimas se agolparon a sus ojos cuando vio que su amigo se entregaba en el
silencio de la noche a las sabrosas pláticas de amor, precisamente con la misma
joven a quien él tan ciegamente idolatraba.
Fijos los
turbios ojos en el blanco disco de la luna, el desconsolado Álvaro lamentaba su
cruel destino al ver que la amistad le había arrebatado las santas e inefables
delicias del amor.
Súbito oyó
ruido de espadas y voces de enojo y de combate, y al punto comprendió que su
amigo y rival a un mismo tiempo era acometido. Ni un instante vaciló en volar a
su defensa. Don Guillén se avergonzó, en vista de semejante conducta, de los pensamientos
de indiferencia y hasta de aversión que había abrigado hacia Álvaro la noche
antecedente.
Como don
Guillén fue acometido de la manera más brusca y repentina, y a traición por
añadidura, había recibido una herida en la espalda, de la cual manaba abundantemente
la sangre, cuya pérdida por momentos debilitaba sus fuerzas.
Y aunque el
mancebo se había defendido con temeraria bizarría, sin el auxilio de Álvaro es
seguro que no habría podido librarse de la muerte o de caer en manos de sus perseguidores.
Afortunadamente uno de los que primero llegaron fue el halconero Pedro Fernández,
quien hirió mortalmente a un de los asesinos, en tanto que su compañero huyó despavorido
y renegando de su mala fortuna por no haber podido cumplir las órdenes de su
altivo señor.
A haber dejado
a Fernández seguir los impulsos de su ira, de seguro que habría rematado al
enemigo de don Guillén; pero éste, que advirtió su homicida intento, le detuvo
manifestándole que era para él de suma importancia averiguar quiénes fuesen aquellos
hombres, y por orden de quién le habían acometido, supuesto que por su traje revelaban
ser esclavos africanos; en vista de lo cual, era fácil deducir que ellos personalmente
no tenían interés en asesinarle o prenderlo.
Esta
observación detuvo al halconero, el cual se apoderó de su enemigo y lo condujo al
castillo, donde lo puso a buen recaudo.
Con el ardor
de la pelea y la oscuridad de la noche, don Guillén, como suele suceder en
casos tales, no había notado que se hallaba gravemente herido.
Encaminábase,
pues, acompañado de Álvaro, hacia su castillo, cuando de pronto se desmayó en
los brazos de Olmo, a tiempo que el buen Gil Antúnez y el mayordomo de las
monjas acudían, atraídos del rumor de la pendencia.
Precisamente
don Guillén se desmayó a la puerta de la casa del mayordomo, el cual era
sobrino político de Gil Antúnez y cuñado de Álvaro del Olmo, quien tenía dos hermanas,
una de las cuales era esposa del mencionado mayordomo. Este al punto llamó a su
mujer, y por estar más cerca que de ninguna otra parte, entraron en la casa a
don Guillén, para el cual aderezaron el mejor aposento, e inmediatamente
enviaron a llamar a Isaac, que tenía por sobrenombre Estigio Momo, médico
hebreo que, según la usanza de aquellos tiempos, habitaba en el castillo a
sueldo de don Guillén.
Al día siguiente
claro está que en toda la aldea no se hablaba de otra cosa que de la trágica
aventura del señor de Alconetar, y desde luego se comprende que las buenas religiosas
no dejaban de tomarse interés por su joven patrono, al cual la comunidad debía singular
gratitud por sus numerosos e importantes beneficios.
Y aun cuando
el sentimiento dominante de la comunidad era el de la más sincera aflicción,
con todo, no dejaba de existir en algunas monjas el más vivo sentimiento de curiosidad,
particularmente en la madre tornera, que, por la índole de su ministerio, estaba
más en comunicación con el siglo, y se hallaba mucho más expuesta que las demás
religiosas a contraer el defecto de ser por extremo amiga de saber e inquirir
todo lo que en la aldea acontecía.
El lector
podrá juzgar de la exactitud de nuestro aserto en vista y presencia del siguiente
diálogo que, a fuer de fieles y concienzudos narradores, vamos a transcribir
sin que falte un tilde.
-¡Ay Jesús,
hermana Plácida! ¿Qué me cuenta vuesa merced de la tragedia ocurrida esta noche
pasada?
-¿Qué quiere
vuesa merced que le cuente, sino lo que ya todo el mundo sabe?
-¿Y qué sabe
todo el mundo?... ¡Nosotras aquí encerradas!...
-La cosa es
bien sencilla.
-¡A ver! ¿Bien
sencilla decís, cuando ha estado a punto de morir nuestro buen señor?
-No digo que
eso no sea grave; pero lo que yo he querido manifestar es que nada hay de
extraordinario en que un galán que está hablando con su dama sea acometido por
sus enemigos.
-¿Y creéis que
eso está bien hecho? ¡Una joven hablando con un hermoso caballero en las altas
horas de la noche! ¡Ahí es un grano de anís! ¿No veis que eso es abominable? ¡Ay
Jesús! ¡Cómo está el mundo!
-Debéis
advertir que hablaban por una reja y que doña Elvira es tan bella como virtuosa.
-Todo eso está
muy bien, y Dios me libre de pensar lo contrario; pero el caso es que tales
cosas siempre son dignas de reprobación, porque el enemigo malo nunca descansa
y siempre las está urdiendo, y añascando todo lo posible por sembrar
tentaciones y malos pensamientos... Y dos jóvenes de distinto sexo... hablando
a tales horas... Vamos, hermana Plácida, yo digo que el señor Gil Antúnez tiene
muchísima razón cuando dice: «Que entre santa y santo pared de cal y canto».
-Todo eso está
muy bien dicho; pero no es aplicable al caso presente.
-¡Vaya! Quien
quita la ocasión quita el peligro.
-Entonces
sería preciso suprimir los amantes.
-Mejor estaría
el mundo.
-Pero duraría
muy poco.
-¿Sabéis que
os encuentro hoy muy indulgente?
-Es que yo
estoy muy bien informada del suceso.
-Pues vamos,
decid, y no seáis tan reservada.
-Digo que no
hay culpa por parte de los amantes, porque ellos de la manera más inocente y
admitida, estaban hablando por la reja del jardín, y no es justo hacerle un cargo
a doña Elvira porque a dos malhechores se les pusiese en la cabeza acometer a
don Guillén, acaso para robarle.
La madre
tornera, al oír a Plácida hablar en tales términos, dejó escapar una redomada sonrisa.
-¡Malhechores!
-exclamó-. ¿De dónde habéis venido para contarnos eso?
-Os he dicho
la verdad, y fácilmente se comprende que no puede ser otra cosa.
-Parece que la
niña ha tenido la culpa de la tal aventura.
-¡Doña Elvira!
¿Y cómo ni por qué? ¿No veis que eso es un absurdo?
-¡Un absurdo!
Pues yo no veo nada más natural, si es que no me han engañado, porque como la
gente habla tanto en estas ocasiones, y hay tan diversos pareceres... En fin,
su alma en su palma; ya voy yo viendo que ciertas cosas nunca pueden
averiguarse de raíz... Considere vuesa merced que a mí me han dicho que doña
Elvira tenía otro amante, el cual, devorado por los celos, acometió a don
Guillén
-Perdonad,
reverenda madre; pero han sido dos los que han acometido al señor de Lara.
-Sí, ya lo sé,
hermana Plácida; lo sé muy bien todo, tal como ha sucedido.
La dueña creyó
oír en estas palabras una reconvención de falta de exactitud en su relato, lo
cual hirió profundamente su amor propio, supuesto que Plácida tenía siempre la pretensión
de no ceder a nadie en cuanto a la autenticidad de sus noticias; y bajo este concepto
era tan susceptible, que habría sido capaz de disputarle su infalibilidad al
Papa.
Así, pues, la
dueña, al verse de tal modo contrariada por la madre tornera, se mordió los
labios hasta hacerse sangre. Tan profundo fue su despecho.
-Pues si todo
lo sabéis según y conforme sucedió, no acierto a comprender cómo os atrevéis a
decir que un rival ha sido el ofensor de don Guillén... Si es que sabéis
algunas circunstancias más que yo ignoro, hágame vuesa merced la gracia de
referírmelas, -dijo Plácida con cierto retintín.
-Dicen, en
efecto, que dos hombres trataron de asesinar al amante de doña Elvira.
-Ya veis que
más bien merecen el nombre de asesinos o ladrones que el de rivales.
-Es que podían
ser enviados por una tercera persona, que sea el verdadero rival de don Guillén.
-¡De veras!
¡Ah! Puede ser muy bien... ¡No había yo caído en eso!
-Y así
diciendo, la dueña se puso espantosamente pálida y permaneció algunos momentos
profundamente pensativa.
Luego dijo:
-Verdaderamente,
reverenda madre, que voy creyendo que vuesa merced está al cabo y finiquito de
este suceso, con muchos más datos y anotaciones que está vuestra humilde servidora.
La madre
tornera cayó en el lazo que le tendió la astuta Plácida con su delicada adulación.
Queremos decir que, seducida la monja por la vanagloria de saber las particularidades
del suceso más a fondo que la misma Plácida, se dispuso a relatar todo cuanto
sabía, y aun quizás algo de lo que ella inventara sin apercibirse de ello.
-Pues, sí,
señora Plácida, nosotras lo sabemos todito. Dicen que doña Elvira tiene un amante
misterioso, que a la cuenta es persona de mucho valimiento y poderío, y al cual
han visto los vecinos muchas veces oculto entre los setos que están cerca de la
fuente a la salida de la aldea... Y aun se añade que la tal niña atiende
demasiado las amorosas quejas del encubierto galán, quien de continuo parece
que está rondando las tapias del jardín de la casa de los Vargas... En fin,
hermana Plácida, en tales asuntos y en circunstancias tales, las malas lenguas
se aguzan y ensañan tal vez contra los más inocentes... ¡Oh! El enemigo malo
nunca descansa para sacar fruto.
Plácida
escuchaba este relato con una atención creciente y con una ansiedad, que no se habría
ocultado a otros ojos más perspicaces que los de la madre tornera.
-¿Y sabéis
quién sea el misterioso amante de doña Elvira?
La dueña, a
pesar de toda su astucia, no pudo evitar el dar a esta pregunta un acento marcado
de interés y de importancia.
-¡Vaya si lo
sé! -exclamó la tornera haciendo un remilgo.
-Decid, decid.
-Cuidado que
esto es cosa muy reservada.
-Podéis fiaros
de mi discreción.
-Pues bien,
cuento con ella. Se dice que es el rey.
-¡De veras!
-exclamó Plácida respirando, como si su corazón se hubiese descargado de un
enorme peso.
-Sin la menor
duda. El amante de doña Elvira es nada menos que don Sancho IV de Castilla.
La dueña tuvo
que hacer un esfuerzo heroico para no soltar una estrepitosa carcajada. Nadie
mejor que ella sabía quién era el misterioso amante de Elvira.
-¿Y cómo el
rey se encuentra en estos contornos? Había oído decir que se hallaba en Alcalá
de Henares.
-Pues falsa
completamente esa noticia. El rey se encuentra a la sazón habitando cerca de
aquí.
-¿En dónde?
-En la Baylía de los Templarios.
-¿Y estáis
segura de que no os han engañado, madre tornera?
-Segurísima.
Además, que hay pruebas irrecusables de que todo es tal como os lo estoy
diciendo.
-¡Pruebas! ¿Y
cuáles son?
-Una de ellas
es que se ha conseguido aprisionar a uno de los que acometieron a don Guillén,
y según se dice es un esclavo del Temple.
-¡Válgame
Dios! ¡y cómo se descubren las cosas más ocultas!
Plácida quiso
dar a esta exclamación un acento de naturalidad que su semblante desmentía.
Estaba pálida como la muerte.
-Ya veis,
-continuó la tornera-, que esta circunstancia no deja la menor duda de que el rey
y no otro es el amante de Elvira, supuesto que don Sancho habita actualmente en
la Baylía.
-Efectivamente,
madre tornera, veo que estáis muy enterada de todo... Yo no sabía más que lo
que se dice por ahí. ¡Quién había de pensar que el rey de Castilla se había enamorado
de una dama que vive tan oscuramente en esta aldea!
-Pues para mí
es cosa averiguada que los tales amores son muy antiguos, porque así lo indica
el misterio con que viven esas señoras. ¿No opináis lo mismo que yo?
-Desde luego.
La cosa es clara... Pero es lo más particular que doña Fidela se ha mostrado
muy bondadosa para conmigo, y ciertamente que extraño que me haya dicho otra
cosa muy distinta, y que yo, francamente, lo había creído al pie de la letra.
Hasta la misma doña Elvira, con la cual he estado hablando, me ha asegurado que
los que acometieron a don Guillén eran unos ladrones.
-Y ellas ¿qué
han de decir? No hay que fiarse de nadie. ¡El mundo está muy malo!
-Pues yo no
creo que esas damas me engañen.
-Sabe Dios
quiénes serán.
-Sean quienes
fuesen. Yo tengo, para no dudar de ellas, razones muy poderosas.
-¿Y cuáles
son?
-En primer
lugar, que ellas parecen damas de muy alta alcurnia, y no veo que tengan ningún
interés en engañar al señor de Lara; y en segundo lugar, que a mí no me irían a
decir una cosa de que muy pronto yo podré cerciorarme, supuesto que desde hoy
mismo estoy al servicio de doña Fidela.
-Es posible!
-Van cierto
como os lo estoy diciendo.
-Pues
entonces, podréis darnos muy buenas noticias. Además que nosotras también averiguaremos
algo por medio del señor Gil Antúnez, porque así que don Guillén se restablezca
es natural que interrogue a ese prisionero...
-Sin duda
alguna, -interrumpió Plácida bastante azorada.
Luego de
pronto cortó la conversación diciendo:
-¡Ay, madre
tornera! ¡Cuánto me he detenido!
-¡Jesús! Ya es
cerca de mediodía... Vuesa merced tiene una voz, de sirena, que me hace insensible
el trascurso del tiempo. Me estaría con mucho gusto hablando mil años con vuesa
merced; pero mi nueva obligación me llama... ¡Cómo ha de ser! Quédese vuesa merced
con Dios, hasta otra vista.
-Hasta mañana.
¿Sí?
-Si Dios
quiere.
Plácida
desapareció muy preocupada. Seguramente le daba muy mala espina aquello del
interrogatorio del prisionero que había hecho Pedro Fernández.
Como desde
luego se comprende, esta circunstancia podía promover algunas revelaciones
funestas para Plácida, a juzgar por sus muestras de alarma, y turbación.
El precedente
diálogo ha podido poner al lector en los antecedentes de la situación respectiva
de los dos amantes.
Plácida corrió
al castillo para informarse del estado de don Guillén, encargo que le había
hecho Elvira.
El señor de
Alconetar había sido trasladado a su feudal habitación después que Isaac le
hizo la primera cura.
Las hermanas
de Álvaro profesaban a su señor un afecto entrañable y un respeto y adhesión
sin límites. El mayordomo y su esposa no hubieran querido que su señor saliese de
su casa; pero al fin consintieron en que fuese trasladado al castillo, cuando
aseguró el médico que en esta traslación no había ningún grave peligro.
Álvaro del
Olmo, según ya hemos indicado, tenía otra hermana soltera, y por cierto dotada
de maravillosa belleza.
Así como la
tímida violeta oculta sus melancólicos matices y su fragancia suavísima en lo
más apartado del valle, y solamente las brisas murmuradoras y embriagadas de
sus perfumes denuncian a la modesta flor que se esconde sabiamente junto a la
margen del manso arroyuelo, del mismo modo la modesta virgen, cuyo dulcísimo
nombre recordaba la casta pureza de la azucena vivía retirada en la humilde
habitación de su hermana primogénita.
La encantadora
Blanca, tal era su nombre, era muy poco conocida en el reducido ámbito de la
aldea.
Tímida cual la
esbelta cervatilla y ruborizada como la encendida rosa de Mayo, sintió que las
lágrimas se agolpaban a sus ojos cuando vio pálido y ensangrentado al hermoso caballero,
al opulento señor feudal, al amigo y compañero de infancia de su hermano Álvaro.
Blanca, toda
azorada y trémula, preparó las hilas y las vendas para curar al herido.
Durante la
cura, la pudorosa Blanca estaba alumbrando con una lamparilla de plata; y fue
tal la impresión que aquel espectáculo causó en su alma tierna y sensible, que
una mortal palidez se difundió por su bello semblante, las lágrimas corrían de
sus hermosos ojos, la luz cayó de su mano, y la tímida doncella habría caído
desmayada, a no haber acudido a sostenerla los circunstantes.
¿Era que su
timidez virginal no podía sufrir la ingrata impresión de aquella escena cruenta?
¿O tal su emoción habría sido menos enérgica y dolorosa, si se hubiese tratado de
otro que don Guillén? ¿Acaso en el fondo de su corazón amaba la sensible Blanca
al gentil caballero? Más adelante sabremos a qué atenernos respecto a este
incidente.
Plácida, desde
el castillo, se dirigió a su casa, situada a la salida de la aldea.
Apenas penetró
en la humilde vivienda, salió a recibirla un personaje de muy mala catadura, y
que indudablemente había dado una cita a la vieja, la cual, lejos de sorprenderse,
manifestó por el contrario que sabía que era esperada.
-¡Cuanto
siento, señor, haberos hecho aguardar demasiado!
-Hace poco que
he venido; pero vamos al caso: ¿qué se dice por ahí de la aventura de anoche?
-¡Ay, señor!
¡se dicen tantas cosas!
-Pero... ¿ha
sospechado alguien?...
-Oíd, señor, y
juzgad.
Y Plácida
refirió al incógnito la conversación que había tenido con la madre tornera.
-¿Luego
sospechan que Elvira tiene otro amante?
-Sí, señor.
-¿Y sabes si
el esclavo ha muerto?
-Le tienen
prisionero. Según he oído decir, don Guillén impidió a su halconero que diese
muerte al esclavo, a fin de interrogarle acerca de la persona que le había
enviado para que cometiese un asesinato.
El desconocido
palideció espantosamente.
-Es necesario
que ese hombre muera antes de que le interroguen, dijo al fin el misterioso
personaje.
-Me parece,
señor, que eso no es muy fácil.
-¿No pudieras
tú penetrar en la prisión?
-Tal vez.
-¡De veras!
-Haré lo
posible.
-Si tal llegas
a conseguir, te doy mil doblas de oro.
Los ojos de la
vieja centellearon de codicia.
-Os juro que
entraré en la prisión, -dijo.
-Pues
entonces, toma.
Y esto
diciendo, el desconocido entregó a Plácida un pomo de cristal.
-Ese pomo
contiene uno de los venenos más activos, -añadió el misterioso caballero-. Si
puedes penetrar donde se halla el esclavo y regalarle vino o en cualquier
manjar...
-Ya veré yo el
modo de suministrarle una buena dosis.
-Pues cuanto
más pronto, mejor.
-No creo que
todavía corra mucha prisa, porque don Guillén se encuentra en muy mal estado
para hacer interrogatorios, y además el prisionero está muy mal herido.
-Pues bien, a
tu cuidado dejo este negocio; pero a otra cosa. ¿Has entrado ya al servicio de
Fidela?
-Ya sabéis que
anoche dormí por primera vez en su casa.
-Sí; pero yo
había entendido que solamente anoche te quedarías allí, a causa de la indisposición
de doña Fidela.
-Así lo
habíamos convenido; pero hoy nos hemos ajustado, y permaneceré allí de día y de
noche. La hermosa doña Elvira me ha tomado mucho cariño, y se complace sobremanera
con los cuentecillos que le refiero.
-¿Y qué clase
de persona es la esposa de don Rodrigo de Vargas?
-Es una santa
señora. Desde el punto en que la vi por la primera vez, cuando me fingí desmayada,
me convencí hasta la evidencia de que es la mujer más buena que he conocido.
-¿Y crees que
yo podré conseguir mis intentos?
-Antes lo
dudaba; pero desde hoy he mudado de opinión por varias razones.
-¿Pueden
saberse?
-La primera y
principal es que yo me encuentro día y noche a su lado y ejerzo sobre ella
grande ascendiente, y además, señor, me parece que la niña es más alegre y
fogosa de lo que a primera vista puede juzgarse; de modo que no creo imposible
que vos consigáis vuestros deseos.
-¡Ah, Plácida!
yo pondré tesoros a tu disposición, con tal que doña Elvira preste oídos a mis
amorosas quejas. ¿No le has dicho nada todavía?
-Aún no lo he
creído oportuno.
-Pues te ruego
que no dilates el presentarme a ella. He creído conveniente que me precedan
algunos dones. Toma, y entrégale esto a doña Elvira de mi parte.
Y el
desconocido entregó a la vieja unas arracadas de oro finísimo y guarnecidas de piedras
preciosas.
-A fe que
tenéis una manera espléndida de anunciaros, -dijo Plácida, que no pudo resistir
a la tentación de mirar y remirar las magníficas joyas. ¡Qué arracadas tan
buenas! Nunca las vi tales, ni en tamaño ni en hechura... ¡Esto es digno de una
reina!
-Y doña Elvira
es la reina de mi pensamiento.
-Sin duda
debéis de ser un poderoso señor.
-Por lo menos,
tengo mucho oro, muchas piedras de inestimable valor y riquísimas alhajas.
-Si continuáis
haciendo regalos de esta manera, os aseguro que adelantaréis mucho camino.
-¿Cuándo nos
volveremos a ver?
-El domingo,
que viene.
-Convendrá que
nos veamos por la noche.
-A la hora que
os plazca.
El desconocido
entregó una bolsa bien repleta a la vieja, que se apoderó de ella como un gato
de una sardina.
-¡El cielo os
premie vuestra generosidad, noble caballero! -exclamó Plácida con una gozosa
sonrisa que puso de manifiesto sus dientes amarillentos y podridos.
La vieja tomó
dos llaves que había sobre un arcón, entregando una de ellas al caballero, le
dijo:
-Aunque la
casa está en las afueras de la aldea y aquí no pasa nadie, conviene, sin embargo,
que siempre hagamos lo mismo que hoy. Si yo viniese primero, os aguardaré, y del
mismo modo vos tendréis la bondad de esperarme, si por acaso vinieseis antes
que yo; pero es preciso que no os dejéis olvidada la llave, a fin de que no
tengáis necesidad de aguardarme al aire libre, donde, además de estar incómodo,
pudiera veros alguna vecina curiosa.
El caballero
inclinó la cabeza en señal de asentimiento a todo lo que había dicho la gárrula
vieja, y enseguida se despidió diciendo:
-Hasta el
domingo, y cuidado que me traigas buenas noticias.
-Estoy segura
de que así será.
-Que no
olvides tampoco lo del prisionero.
-Descuidad,
señor.
El desconocido
salió de la casa y se encaminó hacia la Encomienda.
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